Se
quejan los agricultores y ganaderos de que los precios se mantienen
bajos a su costa. Y aducen que los distribuidores les imponen sus
precios. Éstos, a su vez, se defienden con el certero argumento de
que se puede perder un cliente por una diferencia de cinco céntimos.
El
excesivo amor al dinero tiene estas consecuencias. Por el vicio de
que querer comprar el kilo de patatas más barato han desaparecido
del mercado las patatas más sabrosas, los tomates más apetitosos y
las uvas más dulces.
Por
otro lado, los que tienen mucho dinero cada vez quieren más, y los
que tienen poco, pero lo aman, siguen sus pautas y por ello les
ayudan en su menester.
Las
grandes superficies mandan. Pueden imponer el precio a los
vendedores, cosa fuera del alcance de un pequeño comerciante, que
compra al precio que puede y ha de procurarse un margen al vender
porque vive de eso.
Y
no sólo están en desventaja los pequeños comerciantes frente a los
grandes en la cuestión de los precios, sino que con la
liberalización de horarios en algunas zonas se les ha venido a dar
la puntilla.
Hay
periodistas que en nombre de la libertad y de la democracia defienden
la libertad de horarios, y a menudo lo hacen adoptando un tono
indignado. No captan, porque no quieren, que en la selva manda el más
fuerte y el más salvaje y que la civilización consiste precisamente
en salvaguardar a los más indefensos.
¿Cómo
hacer para que todo no quede en manos de un mercado incontrolado en
el que el amor al céntimo prime sobre todo? Las grandes superficies
juegan con ventaja, puesto que disponen no sólo de su capacidad de
imponer precios, sino de las herramientas que proporcionan las
estadísticas y la observación de las costumbres de los clientes.
Proteger
a los pequeños comerciantes sería una buena idea para defender a
los consumidores.
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