Ella no comprende cómo es posible que siendo su marido el presidente del gobierno la Audiencia no le haya obedecido y permita que un tal Peinado, que solo es juez, se inmiscuya en sus asuntos, en los que tanta ilusión tiene puesta.
Además, ellos dos, Pedro y Begoña, porque él siempre va delante y ella detrás con la lengua fuera, son dos bellezones de primera magnitud. Donde esté Pedro, que se quite Alain, ya fallecido, pero es igual, nunca tuvo ni pizca de comparación. Cuando aprieta las mandíbulas de modo que se le marcan todos los músculos de la cara, se nota su rabia, su enojo, su deseo de partirle el cráneo a alguien, ella lo mira con embeleso: ¡qué fuerte y qué viril es! Hasta lo imagina valiente, a pesar de que sabe perfectamente que de eso nada. Begoña quisiera que el juez ese, el Peinado, viera hasta qué punto es capaz de cabrearse Pedro, para que se asuste y abandone el asunto. Pero nada, se conoce que no se entera.
También le gusta mucho a Begoña esa risa de Pedro que ofende a tantos, por la crueldad que denota, pero que para ella es ostentación de poderío, avasallamiento del rival, la señal de esa potencia que permite que tanto ella como su cuñado vengan haciendo lo que les da la gana. Y está segura de que acabará saliéndose con la suya.
Por otro lado, si Pedro es un guaperas, que es el más guaperas de todos los guaperas habidos y por haber, ella no le va a la zaga. Donde esté ella que se quiten todas las demás. Y en ingenio no hay quien se pueda comparar con ella. No hay más que fijarse en las cosas que ha hecho sin tener titulación bego.fundraiser. Que pusiera como contraseña el nombre de sus hijas es un desliz que tiene cualquiera.
En fin, que no entiende que alguien se atreva a querer frustrar sus sueños.
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