Lo de vascos y vascas viene dado por el
lenguaje políticamente correcto propio de Memolandia, el país más
antiguo del mundo.
Salvo raras y honrosas excepciones, gran
parte de las cuales viven fuera del País Vasco (y cuando vuelven de
visita se les encoje el alma de pena) los vascos no son demócratas.
No lo son porque el País Vasco goza de privilegios sobre el resto de
las Autonomías, lo cual, aunque esté consagrado por la
Constitución, es injusto. Un demócrata no puede sentirse cómodo
ante una injusticia. Los vascos, la mayoría de los vascos, no sólo
se sienten cómodos ante esa injusticia, sino que aún reclaman más
privilegios, y si los consiguen mediante la utilización espuria de
ciertas ventajas que las circunstancias les ofrecen, lo hacen a
cambio de renunciar a su condición de demócratas, cosa que no les
importa demasiado, como se va viendo.
Esos vascos, dignos sucesores de ese
orate llamado Sabino Arana, tampoco son demócratas por otro motivo.
Un demócrata sabe que donde no impera la justicia no hay democracia.
Para un demócrata es fundamental que funcione la justicia, porque si
no es así no puede andar tranquilo por las calles, ni expresarse
libremente, ni disentir del grupo dominante. Por tanto, un demócrata
abomina de la impunidad y exige que el peso de la ley caiga sobre los
delincuentes.
Ocurre que en el País Vasco los peores
delincuentes, los que están en la grada más baja de la escala
humana, las personas más viles y miserables, son homenajeados,
aplaudidos y vitoreados. ¿De qué se pueden sentir orgullosos esos
vascos? Buena parte de esos vascos tan desgraciados, cómplices
voluntarios o involuntarios de esos tipos inmundos que son los
etarras, van a misa y en los templos se encuentran con curas que son
como ellos. Se conoce que eso los conforta.
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