Imaginemos
a un jubilado alemán al que le seduce la idea de trasladarse a vivir
a la costa alicantina. El clima le sienta bien a su salud y le han
explicado que la gente del lugar es muy amable y que en la
proximidades del sitio en el que desea establecerse puede encontrar
todo lo que necesita.
Echa
mano a sus ahorros y compra la vivienda en España, porque Alicante
forma parte de España. Si va a un restaurante, le atienden en
alemán. En el supermercado, lo mismo. En la zona hay muchos
alemanes, por lo que realmente no necesita aprender español. Si
estuviera en activo y trabajara, o quisiera trabajar en España, no
tendría más remedio que aprender español. No haría falta que se
lo exigiera nadie, sino que él mismo se daría cuenta de que no
podría ser de otro modo. Pero está jubilado y regularmente le llega
su paga desde Alemania, que gasta en España. No necesita aprender
español. Hay muchos extranjeros en estas condiciones que no aprenden
nuestro idioma. Y a mí me parece muy bien. Hay que agradecerles que
estén entre nosotros y se gasten aquí su dinero.
Pero
la historia del héroe de hoy es otra. Hizo un esfuerzo y aprendió
español para poder congeniar con los aborígenes y no sólo con sus
compatriotas. La consistió en que cuando se dirigió a ellos en un
español correctísimo, le contestaron airadamente, y no uno o dos,
sino quince o veinte, y le conminaron a aprender catalán. No cabe
duda de que Mas, Junqueras, Pujol, y otros como esos, estarán muy
satisfechos si se enteran. Eso les conviene a ellos para poder seguir
chupando del bote.
Las
personas decentes, en cambio, se dan cuenta de los estragos que causa
el nacionalismo. La gente que era amable se convierte en fanática.
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