Da la impresión de que Begoña y Pedro, esa parejita, que en cualquier otro país democrático ya habrían tenido que desaparecer de la política, no acaban de enterarse de en donde están.
Begoña, que salvo unas palabras de autopropaganda no soltó ni una, miraba en cambio en tono amenazador a Mercedes Zarzalejo. Como si le dijera: ya te enterarás de lo que vale un peine. ¿Cómo te atreves a interrogarme, sabes quién soy? Como si Pedro tuviera un plan para dar un golpe de Estado y meter luego a todos los demócratas en cintura. Pero de momento, el Rey está en su sitio y mientras esto sea así la situación de los dos, de Begoña y de Pedro, es la que es. De momento, Begoña tiene que acudir a donde la citan y pronto será también el caso de Pedro. Ella se cree que le ha hecho un desplante al juez y no se ha enterado de que es al revés. Es el juez el que le ha perdonado la vida a ella. No le ha retirado el pasaporte. ¡Quédate en Brasil, si quieres, hala! La humillan y no se da cuenta.
Tampoco se entera de que no contestar a las preguntas que le hacen, aunque sea capaz de no mover ni un músculo de la cara, es una muestra de debilidad, la prueba de que no tiene confianza en sí misma. Sabe que si acepta el debate lo va a perder. Todos estos detalles inducen a pensar que esta parejita, Pedro y Begoña, Begoña y Pedro, se fueron metiendo en estos berenjenales sin tener conciencia de lo que hacían. Vienen a ser como esos adolescentes que necesitan la satisfacción inmediata de sus deseos y que no soportan que algo no les salga bien. Han ido tan lejos en sus aventuras que han causado un daño inmenso y da la impresión de que la justicia tiene algo que decir en el caso.
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