La sucesión de catástrofes nos viene mostrando que hay compatriotas a los que les da lo mismo que mueran dos que doscientos mil. Luego lo arreglan con discursos que no se traga nadie, salvo los que tienen a sueldo para menesteres varios.
El personal puede imaginar que me refiero a este o aquel, y no voy a decir que no acierte, pero añado que hay más. Me referiré, por ejemplo, a asuntos que no están bajo juicio, como la enorme deuda generada por el catalanismo en Cataluña y la Comunidad Valenciana. Los gobernantes de ninguno de esos dos sitios van a hacer nada, pase lo que pase. Aparte de eso, hay asuntos que sí están bajo juicio o lo pueden estar, sobre los que no me apetece decir nada ahora.
Pero los incendios muestran otra parte bonita de la sociedad. También la fea, con los incendiarios que no deberían salirse de rositas, sino que todos deberían pagar según la responsabilidad de cada cual. La parte más que bonita está compuesta por todos los voluntarios que acudieron a apagar el fuego, algunos de ellos jugándose la vida, y los hubo que la perdieron. Un señor intentó salvar a los caballos que cuidaba y tuvo una muerte atroz; otro intentó impedir que el fuego llegara a su pueblo y murió. La relación llena de tristeza. Frente a todos los héroes que acudieron a combatir con el fuego están los guardias civiles, que por un sueldo miserable y unas dietas ridículas, dan el callo, como es su costumbre, y como pago muchos políticos los tratan con desprecio y sin miramientos. Hubo un señor, dueño de un bar, que estuvo haciéndoles bocadillos durante horas y horas y les decía que no debían preocuparse por quién los pagaba. En principio, él, salvo que luego acudieran voluntarios a ayudarlo a pagar.
Otra noticia alegre es que el presidente del gobierno sigue de vacaciones en La Mareta.