lunes, 25 de marzo de 2019

Rufián y los estercoleros

Lo explicó muy bien Jonathan Swift: «Cuando surge un villano en el mundo se le puede reconocer por este signo: no hay estercolero en el que no hoce».
La última de Rufián, o quizá la penúltima, porque no para, consistió en ir a Alsasua, uno de los pueblos malditos que hay en España, en el que los bildutarras imponen su ley. Ha ido, como no podía ser de otra manera, a demostrar sus simpatías a esa multitud gallinácea que apalizó sin piedad a cuatro personas indefensas, dos hombres y dos mujeres, por la simple razón de que los hombres eran guardias civiles. Dos fueron las mujeres agredidas y además de forma continuada, la agresión no acabó con la paliza, sino que posteriormente siguieron los hostigamientos. Las feminazis, esas que se desgañitaban empujando a Juana Rivas hacia el abismo, en este caso no han dicho nada, y seguramente es mejor así. Las damas del actual gobierno tampoco. Rufián fue a Alsasua a ofender a las víctimas y con ellas a todos los demócratas. Un demócrata es alguien que respeta las leyes y, por tanto, a los demás ciudadanos, paga sus impuestos y vive de su trabajo. Hay mucho caradura al que no le importa hacer el mal, o el ridículo, con el fin de vivir a costa de los demás. Cuando un demócrata se dedica a la política, como es el caso de Karl Jacobi, propone soluciones.
Rufián puede ponerse en contra de las víctimas porque intuye que nunca lo será. Siempre estará en el lado de los que dan las palizas, no en el de quienes las reciben. Ese pensamiento le permite burlarse de las cuatro víctimas de los salvajes de Alsasua, que además ahora, como suelen hacer todos los malvados, quitan importancia a su bestial y multitudinaria agresión. ¿Podemos deducir que si llega a estar Rufián en el sitio también habría dado patadas a las víctimas cuando estaban en el suelo?

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