A Pascual Sala, presidente del Tribunal Constitucional, no le ha gustado que se cuestione la independencia de los jueces. Que eso pone la carne de gallina, dice. Pues no sé, pero a mí, realmente, la situación de la Justicia en España me pone los cabellos de punta. No me gustaría tener que ponerme en sus manos.
Cabe recordar que el prestigio del Tribunal Constitucional se fue definitivamente a pique con la sentencia del caso Rumasa, y que su primer presidente dimitió sin acabar su mandato y fue a morirse lejos de España. Lo que ha venido sucediendo a continuación no ha servido para subsanar ese desprestigio, sino que más bien ha corroborado aquella impresión de que aquella pérdida de prestigio ya era para siempre.
El único modo de torcer este estado de cosas consistiría en que el Poder Judicial fuera totalmente independiente del político, sin que éste tuviera ningún modo de cambiar las cosas. Esa independencia no convertiría a la Justicia española en perfecta, pero al menos sí serviría para que tuviera algo más de crédito entre los ciudadanos.
A este desprestigio de los jueces no sólo contribuyen ellos con sus polémicas sentencias y con la manifiesta vinculación de algunos de ellos con otros políticos, a los que al parecer deben sus carreras. Quienes más contribuyen a que las cosas sean así son los propios políticos, que presionan o amenazan al tribunal en vísperas de alguna sentencia importante.
El propio presidente del gobierno, el ministro de Justicia, el anterior presidente de la Generalidad de Cataluña, presionaron sin recato alguno a ese tribunal, sin que saliera ninguno de sus componentes a decir que se le ponía la carne de gallina, ni a dimitir, por dignidad, ante tal gran falta de respeto. Porque una cosa es criticar un fallo del Tribunal Constitucional y otra muy distinta presionarlo antes de que se produzca ese fallo. Pascual Sala critica una cosa y calla ante la otra.
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