El compromiso de Mario Vargas Llosa con la democracia y la libertad debería estar fuera de toda duda. Negar eso es incluso malintencionado. Se puede discrepar de sus opiniones, porque además nadie es infalible, pero hay que agradecerle sus esfuerzos en la defensa de esos dos bienes sagrados de la humanidad. Y los defiende en Perú, en Argentina, en Noruega o en dónde crea que ha de hacerlo, aunque sepa que eso va proporcionarle un aluvión de críticas y un sinfín de insultos. Lo políticamente correcto no va con él.
Mario Vargas Llosa está preocupado, y con razón, por el futuro que espera a Perú, su país y aboga por el mal menor. Pero Perú está enfermo y los dos candidatos finales, uno más que otro, son la consecuencia de esa enfermedad. Mario Vargas Llosa trata de explicar la realidad de las cosas, pero en los cerebros cerrados no es posible que entre una sola idea. El egoísmo cierra todas las rendijas por las que pudiera colarse la razón. Sin embargo, las palabras quedan y en el futuro se hablará de la gallardía del premio Nobel, que merecería mayor respeto por parte de sus compatriotas.
Frente a Mario Vargas Llosa se ha alzado el arzobispo Cipriani, que, desde el púlpito de la catedral de Lima, le ha pedido más seriedad. ¿Qué seriedad puede mostrar este arzobispo, tan centrado, él sí, en lo políticamente correcto? Los arzobispos y los cardenales suelen centrar sus esfuerzos en ganarse la voluntad de los ricos y poderosos y al papa de turno esto no le molesta. El papa de turno se solivianta cuando algún clérigo, de mayor o menor graduación, busca soluciones para los pobres cuestionando a los ricos. Entonces sí que toma cartas en el asunto. Pero la conformidad del arzobispo Cipriani con los Fujimori ni le molesta ni le distrae de sus afanes diarios.
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