Los vicios de la política española quedan al descubierto en casos como este. Ni siquiera a un partido como el socialista que presume de respetar a las personas, le importa destrozar la reputación de alguien cuya culpabilidad es, al menos, dudosa. O más que dudosa, según el auto del magistrado Antonio Pedreira.
Por parte de Luis Bárcenas, lo peor de todo, a la vista del citado auto, es lo que tardó en dimitir. Porque llegó un momento en que, a causa del acoso al que fue sometido, era una molestia para el partido. Ahora se ve claramente que el citado acoso era infundado y cruel, porque si para el juez Pedreira no está claro que fuera culpable, mucho menos claro debería estar para la clase política. Los políticos deberían saber que la política no es una profesión, de modo que en cuanto crean que perjudican al partido o a la nación, deberían dejarla. Pero también deberían saber que mientras están en la política su obligación es la de servir a los ciudadanos, no estar en guerra con el partido rival. La política en España parece un partido de fútbol, en el que, además, proliferan las patadas a la espinilla y hasta al esternón.
Teóricamente, el trabajo de la oposición consistiría en vigilar todos los actos del partido en el poder para evitar la corrupción, de modo que cuando surge algún episodio de estos, cosa muy frecuente por cierto, habría que preguntar que en donde estaba la oposición. Pero parece que nuestra clase política lo entiende de otro modo y no se dedica a vigilar al contrario, sino a intentar destruirlo. No interesa evitar que el otro haga un acto corrupto, sino dejar que lo haga y, si puede ser, pillarlo con las manos en la masa y arruinar su reputación para siempre.
El PSOE reta ahora al PP a incluir a Bárcenas en las listas. Después de haberlo convertido en presunto culpable. No parece una actitud noble.
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