Pinochet ha muerto y hay quienes lamentan que haya muerto sin juzgar, como si eso tuviera tanta importancia. Y aunque la tenga, porque no es la única injusticia que hay en el mundo. Todos los días muere de hambre una ingente cantidad de seres humanos y ésa quizá sea la primera y más grave injusticia. ¿A quién juzgamos por ello? Por otro lado, son muchos los que no habiendo sido ejemplares precisamente en vida, sino que para ascender en la escala social no han dudado en cometer todas las tropelías y traiciones y a veces consentirse caprichos infames, tienen calles y plazas dedicadas y sus seguidores, que saben de sus bellaquerías, les siguen alabando y glorificando. No es el afán de justicia algo primordial en las gentes de hoy, a no ser que sean víctimas, caso en el que sí que solemos acordarnos todos, con mayor o menor nobleza, de esta cuestión fundamental. Sí que es detectable, en cambio, un gusto exagerado por la impunidad y no son pocos los que en situación similar a la del infame Pinochet harían lo mismo que él o peor. La cuestión es que también llega la muerte para éstos y entonces es cuando queda patente que la maldad no produce ningún beneficio a quien la alberga en sí. Si en estos momentos todavía hay quien aplaude a Pinochet, porque no sintió la puñalada en su carne, dentro de unos años no quedará nadie que lo haga. La maldad lo consume todo.
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