Acaso porque no duermo suficientes horas, no suelo recordar mis sueños (sé, no obstante, que este preámbulo es ocioso); me interesa recalcar, por otro lado, que esporádicamente sufro alguna pesadilla, como me ha ocurrido esta mañana, temprano. He soñado que la paloma de la paz (llevaba un ramito de olivo en el pico) cagaba en vuelo sobre la cabeza de Arzallus y, seguidamente, la cagada se iba filtrando, partícula a partícula, en su cerebro. Esto no le hubiera podido ocurrir a Anasagasti. He de confesar que la visión de los sesos de Arzallus, tal como los soñaba, tan cargados de odio, tan repletos de cinismo, con tanto afán de conseguir sus propósitos aun a costa de lo que sea, era particularmente terrorífica e intranquilizadora. Con la vigilia ha desaparecido la pesadilla y, tranquilamente, me he dispuesto a leer la prensa. Al llegar a El País me he tropezado con la entrevista que le han hecho a Arzallus y me he reencontrado con el malestar y con el mal sabor de boca. Pero cuando uno está despierto tiene algunos recursos a su alcance; en mi caso, han consistido leer lo que dicen personas como Rosa Díez, a la que he encontrado rápidamente en Basta Ya, Fernando Savater, que tiene colgado en el mismo sitio su artículo “Regreso al progreso”, o Félix de Azúa, a cuyo blog he accedido a través del mismo portal. Con ellos se regresa al discurso racional, la vida vuelve a tener sentido, puesto que el odio no aparece ni implícita ni explícitamente en ninguno de sus artículos. Sí que hay preocupación, ¡cómo no iba a haberla!, y una inmensa rebeldía ante tanta atrocidad, tanta ignominia, tanto desinterés, sobre el que camina la barbarie. Sobre esta última cuestión, el desinterés de tanta gente, me permito recomendar el artículo de la ya citada Rosa Díez que se titula La iglesia cómplice y que fue publicado el 17 de agosto. ¿Qué tienen que ceder los perseguidos, monseñores? Lo que quieren los monseñores, al menos algunos (y a ésos no los desautoriza nadie), es tener contentos a Arzallus y compañía.
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