Supongamos que las listas electorales son abiertas y que en los primeros lugares de la de Madrid, o de cualquier otra provincia, van Acebes y Zaplana y en el último lugar de la misma lista figura Ruiz-Gallardón. No es difícil imaginar que, en la actualidad, el último lograría más votos que los otros dos juntos. Y sin embargo, Acebes se ha mostrado irritado con Ruiz-Gallardón e incluso le ha “ordenado” callar, según informan algunos medios. Es decir, el preferido de los votantes está subordinado a la opinión y los deseos de quienes aportan menos votos al partido. Y es que con el actual sistema electoral, que quizá fue útil en el inicio de nuestra democracia, el votante no es más que el medio que utilizan los partidos alcanzar sus objetivos. Acebes y Pepiño Blanco, o acaso sean otros quienes lo hacen, pero para el caso es lo mismo, deciden quienes van en las listas y qué orden y luego los aparatos de propaganda del partido nos bombardean con mensajes publicitarios, pagando dichas campañas con nuestros impuestos. Uno de los efectos perversos de este sistema es que los candidatos a figurar en las listas no se ven obligados a ganar el favor de los votantes, sino de quienes deben incluirles en las listas. Como consecuencia, los políticos no se sienten servidores de los ciudadanos (una ministra dijo hace poco que sólo se iría si se lo pidiera el presidente), sino mandatarios suyos. Un político obligado a someterse a los caprichos de su jefe es un político ideológicamente disminuido. El sistema digital conlleva que Rajoy no se saque de encima el complejo de haber sido elegido por Aznar. ¿Con qué legitimidad le puede ordenar que calle? Tampoco puede desprenderse de Acebes o Zaplana, situados en sus puestos por Aznar. Un político como Ruiz-Gallardón, que sabe que cuenta con una bolsa de votos importante, se ve obligado a actuar de forma inusual y contradictoria, para no verse fuera de las listas.
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