El mundo occidental es vulnerable, como lo demuestra la facilidad con que se pueden cometer atroces atentados, pero es lo suficientemente fuerte como para no tambalearse por ello e incluso puede permitirse el lujo, como ocurre en España, de que los partidos políticos traten de exprimir electoralmente en su beneficio cualquier acontecimiento por brutal que sea y que algunos medios traten de aprovecharlo para vender más periódicos y otros para desacreditar a sus competidores. Al final, la justicia dice su palabra, que está basada en lo que hay, en las pruebas que se han podido conseguir, en las evidencias que se ha logrado establecer. Es imposible saber si el atentado hubiera tenido lugar, o no, en el caso de que España no se hubiera involucrado en la invasión de Iraq. A estas alturas son pocos los españoles que estén de acuerdo con esa decisión de Aznar, pero concluir que como consecuencia de ella tuvo lugar el atentado es ir demasiado lejos. Los terroristas quieren algo tan obvio como sembrar el terror y pueden, en un momento dado, decidir atentar en cualquier lugar por el motivo más insospechado. Empeñarse en la invasión de Iraq no fue la única torpeza de Aznar (ignoro, por otro lado, si ha habido algo más que torpeza), sino que también lo fue su actitud ante el atentado y después del atentado. En el improbable caso de que existiera esa autoría intelectual hacia la que apunta, no se iba a poder demostrar jamás, luego el sentido común debió haberle llevado a ajustarse a la realidad. Cabe dentro de lo posible que los autores o inductores del atentado hubieran elegido esa fecha con el fin de variar el probable resultado de las elecciones. Pero tampoco puede significar necesariamente que quisieran perjudicar precisamente al PP, sino que lo que pretendían, quizá, era demostrar su capacidad de influir en el resultado electoral. La cordura ha venido de la mano de los profesionales, jueces y policías, que han hecho lo que han podido y no ha sido poco.
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