Siempre que ocurre una catástrofe aparecen esos desalmados que tratan de saquear lo que pueden. Una de las preocupaciones de los gobiernos es la de evitar estos actos. La crisis actual ha sido como un terremoto o vendaval que ha venido a ponerlo todo patas arriba. Pensar que nadie se ha aprovechado de la crisis, o que lo ha intentado es un acto ingenuo. Pero el papel del gobierno es el de impedirlo.
Pero los sindicatos preparan una manifestación con el lema “Que no se aprovechen de la crisis”, apuntando a los empresarios en general. Eso es manipulación pura y dura. Si al menos identificase a los culpables podría considerarse de otro modo; aunque lo cierto es que si los identificase no haría falta la manifestación. La clase empresarial se rige por las normas que establecen los representantes de los ciudadanos, que son los políticos, quienes también están obligados a vigilar su cumplimiento. Por tanto, hay que aceptar que los empresarios, en general, actúan dentro de la ley y a los que no lo hacen, ya los llama al orden el gobierno.
Resulta sorprendente también la quietud que han mantenido los sindicatos ante la crisis hasta el momento actual. Es raro que no hayan protestado ante los continuos derroches de los políticos. Para proteger a los trabajadores, a los que amenaza el paro y a los que ya están parados, deberían haber exigido, con absoluta firmeza y carácter perentorio, la supresión de todos los organismos, ministerios y consejerías perfectamente prescindibles. Y que las administraciones públicas pagaran todo lo que deben a las empresas. Pero no han dicho nada. Quizá se deba al hecho de que no dependan de sí mismos, sino de las subvenciones.
En resumen, el gobierno no sabe manejar la crisis; el desánimo y el desencanto crecen; y los sindicatos le echan una mano, para desviar las culpas.
Pero los sindicatos preparan una manifestación con el lema “Que no se aprovechen de la crisis”, apuntando a los empresarios en general. Eso es manipulación pura y dura. Si al menos identificase a los culpables podría considerarse de otro modo; aunque lo cierto es que si los identificase no haría falta la manifestación. La clase empresarial se rige por las normas que establecen los representantes de los ciudadanos, que son los políticos, quienes también están obligados a vigilar su cumplimiento. Por tanto, hay que aceptar que los empresarios, en general, actúan dentro de la ley y a los que no lo hacen, ya los llama al orden el gobierno.
Resulta sorprendente también la quietud que han mantenido los sindicatos ante la crisis hasta el momento actual. Es raro que no hayan protestado ante los continuos derroches de los políticos. Para proteger a los trabajadores, a los que amenaza el paro y a los que ya están parados, deberían haber exigido, con absoluta firmeza y carácter perentorio, la supresión de todos los organismos, ministerios y consejerías perfectamente prescindibles. Y que las administraciones públicas pagaran todo lo que deben a las empresas. Pero no han dicho nada. Quizá se deba al hecho de que no dependan de sí mismos, sino de las subvenciones.
En resumen, el gobierno no sabe manejar la crisis; el desánimo y el desencanto crecen; y los sindicatos le echan una mano, para desviar las culpas.
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