lunes, 24 de septiembre de 2007

El grito de Pérez-Reverte

Hace unas semanas, Arturo Pérez-Reverte lanzó un grito enojado, motivado por esas entidades financieras que incitan a la gente a endeudarse. Pueden caer en la tentación personas inconscientes, que creen a pies juntillas que las cosas son exactamente como se las pintan, o sea, de color de rosa. Las entidades que ofrecen el crédito, cuando estudian la viabilidad del mismo sólo suelen fijarse en que sus intereses estén bien cubiertos. Es quien contrata con ellos quien debe preocuparse por sus intereses, de modo que es bastante fácil que no surja nadie que les avise de que el hecho de que en el presente puedan pagar las cuotas no significa que siempre vaya a ser así. El motivo del grito es ese, pero todo parece indicar que la publicidad que lo motivó no fue más que la gota que desbordó el vaso. Desde hace mucho tiempo, se intenta vender a la gente cualquier tipo de cosa. Es posible que primero nos la den gratis, nos inciten una y otra vez a usarla y cuando se nos ha hecho imprescindible, se acabó la gratuidad y también las comodidades, como es el caso de las tarjetas, curiosamente también bancarias. Pero no sólo son las entidades financieras las que actúan así o de modo parecido, sino que prácticamente todos los que aspiran a vender algo, hacen lo mismo. El grito de Pérez-Reverte, entonces, aunque esté motivado por un hecho concreto, como el de Munch, también como este parece albergar una carga que se ha formando poco a poco. Que no venga Cañizares, el monseñor, a explicarlo. Él diría que eso ocurre porque no se tiene presente a Dios y entonces puede ocurrir que alguien le pida que demuestre la existencia de Dios. Lo que sí se echa de menos muy a menudo es el respeto por sí mismo en un buen número de personas. Lo que hoy nos parece una barbaridad, será sobrepasado con creces mañana y así sucesivamente. Ya no hay una línea que todo el mundo procura no sobrepasar, sino que ya vale todo y cada uno trata de salirse con la suya por los métodos que sean. Por eso, el espectador, ante el cuadro de Munch, se siente enseguida vinculado con él y hace suyo el grito.

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