No pretendo adivinar quién va a ganar el Nobel y, por otra parte, tampoco creo que los premios literarios aporten mucho a la literatura; como mucho, serán buenos para las editoriales y para los autores. Pero lo cierto es que el premio existe y que el fallo se sabrá hoy. Yo quisiera que lo ganara Ana María Matute. No por española, sino por ese empeño suyo en hacer soñar, en recordar lo importante que es la infancia.
Darle el Nobel a ella sería como premiar a los niños, que tienen la potestad de centrarse por completo en sus juegos sin más preocupaciones que el engorro del tiempo, que como dice un personaje de Aranmanoth “es un invento de los manipuladores, porque no quieren que seamos felices”. La existencia resulta muy dura por cuanto una vez terminada la infancia, el paraíso de la inocencia en el que la felicidad es posible, entran en juego otras variantes humanas y el ser humano se llena de necesidades que no le aportan nada, en realidad le apartan del paraíso, y para conseguirlas recurre a lo que haga falta. Esto marca el definitivo fin de la inocencia y el comienzo de una época que duele a las personas sensibles, como Ana María Matute.
No dejar atrás del todo la infancia es la receta que la genial escritora propone para que este mundo no se vaya definitivamente a freír espárragos. Tener presente la época infantil, con los sueños y los ideales de entonces, observar los sucesos diarios con el mismo candor, conservar la capacidad de sentir náuseas y de horrorizarse ante el Mal no parece un remedio equivocado.
Tendemos a creer que la infancia es un paso previo a la etapa adulta. Y esto es así porque en nuestra ceguera sólo damos valor a lo que tiene poder. Y los niños no tienen ningún poder. Esa es, precisamente, la grandeza de la infancia. Cuidando a los niños, incluso al niño que fuimos, salvaremos al mundo. Ana María Matute lo ha visto.
Darle el Nobel a ella sería como premiar a los niños, que tienen la potestad de centrarse por completo en sus juegos sin más preocupaciones que el engorro del tiempo, que como dice un personaje de Aranmanoth “es un invento de los manipuladores, porque no quieren que seamos felices”. La existencia resulta muy dura por cuanto una vez terminada la infancia, el paraíso de la inocencia en el que la felicidad es posible, entran en juego otras variantes humanas y el ser humano se llena de necesidades que no le aportan nada, en realidad le apartan del paraíso, y para conseguirlas recurre a lo que haga falta. Esto marca el definitivo fin de la inocencia y el comienzo de una época que duele a las personas sensibles, como Ana María Matute.
No dejar atrás del todo la infancia es la receta que la genial escritora propone para que este mundo no se vaya definitivamente a freír espárragos. Tener presente la época infantil, con los sueños y los ideales de entonces, observar los sucesos diarios con el mismo candor, conservar la capacidad de sentir náuseas y de horrorizarse ante el Mal no parece un remedio equivocado.
Tendemos a creer que la infancia es un paso previo a la etapa adulta. Y esto es así porque en nuestra ceguera sólo damos valor a lo que tiene poder. Y los niños no tienen ningún poder. Esa es, precisamente, la grandeza de la infancia. Cuidando a los niños, incluso al niño que fuimos, salvaremos al mundo. Ana María Matute lo ha visto.
1 comentario:
Ohh, cuanto quisiera saber más de Ana María Matute para aprender sobre su estilo de vida y modo de pensar respecto al presente y futuro, pesimismo y optimismo, así como de la incredulidad e inocencia.
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