Es sabido que hay dolencias que no tienen cura. Tan es así que hasta las hay que ni siquiera figuran en los manuales médicos. Así, por ejemplo, la verborrea estúpida de Hugo Chávez. Pero el problema no es que este hombre sea un loco peligroso, es que hay gente que le otorga crédito y lo hace por la sencilla razón de que se ha puesto la etiqueta de izquierdista.
No se entendería de otro modo que personas cultas y sensibles sean capaces de defender los horrendos discursos de este energúmeno. Es lógico que gusten a personas tan zafias como él, pero produce desazón comprobar que personas que continuamente demuestran su sensibilidad y buen gusto sean capaces de digerir sin pestañear sus deposiciones. Claro que saben que lo que dice es nauseabundo, pero sus inteligencias les permiten encontrar coartadas y motivos para lo que hace y dice.
Es triste, claro, que no haya un deseo universal de ecuanimidad y se juzguen las cosas según los intereses o conveniencias de cada uno. Así, quien abomina de Pinochet es capaz de encontrar motivos para admirar a Castro y Chávez, las dos caras de la misma moneda. Se repudia una brutalidad, pero se admite otra, de modo que la brutalidad siempre está entre nosotros, porque también los hay que repudian a Castro, pero añoran a Pinochet.
El último, por el momento, motivo de risa, o de pena, que ha dado el energúmeno que rige los destinos de los venezolanos ha consistido en culpar a Estados Unidos de las dolencias oncológicas de algunos mandatarios sudamericanos. Y tiene que haberlo hecho sin consultar a los propios médicos venezolanos. La piensa y la suelta. Con todo el desparpajo que sus admiradores le permiten. Si reaccionaran como deben a Hugo Chávez no le quedaría más remedio que intentar disimular su estupidez. Porque curársela es imposible.
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