No puede decirse que Mariano Rajoy haya decepcionado a nadie, dado que él no quiere ser imprevisible, y lo que se puede adivinar sin esfuerzo es que tiene marcada una línea de actuación de la cual no piensa salirse ni un ápice.
Puede que le ocurra lo mismo que a Aznar en su primera legislatura, cuando la mera desaparición de la pesadilla anterior le sirvió de lanzadera. En la actualidad, y tanto dentro de España, como fuera, e incluso entre los que critican a Rajoy, todo el mundo respira aliviado.
Pero los defectos del sistema político español, los vea o no los vea él, son patentes y aun suponiendo que Rajoy logre algunos éxitos, volveremos a tropezar si no se subsanan.
Rajoy se niega a cambiar la ley electoral y se empeña en decir que el nuestro es un sistema democrático. Olvida que no hay separación de poderes y que los ciudadanos no pintamos nada en la elaboración de las listas y, en consecuencia, tampoco en el ánimo de los diputados. El principal interés de éstos consiste en sonreír a quienes hacen las listas.
La ley electoral, que tanto alaba Rajoy, es sumamente defectuosa, por cuanto partidos que defienden el bien común, como es el caso de UPyD e IU, salen perjudicados frente a otros que odian y chantajean a España, e incluso frente a otros que tienen relación con Eta. No sólo es injusto, sino que además es una tomadura de pelo para los españoles.
Entre la clase política no hay reducción de plantilla, por tanto, para los políticos no hay crisis, a ellos les va bien tal y como están ahora las cosas.
Para los ciudadanos la cuestión es diferente. Es urgente profundizar en la democracia. Sólo unas instituciones públicas plenamente democráticas y con separación de poderes pueden hacer que cambien las costumbres de los ciudadanos y que los hábitos sean cada vez más democráticos.
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