Ha dicho Manuel Portaceli, uno de los dos arquitectos que hicieron la restauración, que acatará la sentencia que obliga a revertir el Teatro Romano de Sagunto, si no hay más remedio. O sea, como si un reo, tras la sentencia condenatoria, le dijera al juez: si no hay más remedio, iré a la cárcel. Probablemente, el Señor Portaceli es un gran arquitecto, que en eso no voy a entrar. Pero como arquitecto debía saber que las obras que estaba haciendo en el Teatro eran ilegales. Entonces cabe preguntar por el grado de civilidad que se le puede suponer a quien perpetra una ilegalidad a sabiendas. Sin leyes, el mundo se convierte en una selva. No puede defenderse el hecho de que llegue alguien y convenza al consejero de Cultura, en este caso Cipriano Císcar, de que lo más vanguardista es reconvertir el Teatro Romano en otra cosa, y éste se acaricie los rizos y a continuación ponga manos a la obra sin más. El resultado es polémico, a unos les gusta mucho y a otros les llena de desagrado (y muchas de las opiniones tienen que ver con la secta en la que se alinean quienes las emiten, o con el lugar del que nutren sus carteras). El criterio arquitectónico seguido en la reconversión, probablemente, es correcto. Pero la ilegalidad es flagrante. Las obras llevan 17 años en los tribunales, puesto que los perdedores han recurrido una tras otra todas las sentencias, hasta llegar al final. De modo que no caben dudas. Jamás se le agradecerá bastante a Juan Marco Molines todo el esfuerzo que ha hecho en defensa de la legalidad. Gracias a él, la civilización se ha apuntado un tanto. Lo cierto es que aun hay quienes le critican. Todo por la secta. Como arquitecto, Portaceli, puede ser grande, pero está demostrando que su alma es muy pequeña. En 17 años ha tenido tiempo para meditar y darse cuenta de que por muy satisfecho, desde el punto de vista arquitectónico, que se pueda sentir de su obra, jamás debió hacerla. El daño que ha hecho no podrá ser reparado. Y somos los ciudadanos los que cargamos con las consecuencias, injustamente.
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