Se dice que las empresas privadas funcionan mejor que las públicas y suele ser verdad. Pero, al menos en el caso de Correos, esta no es toda la explicación. Hubo un tiempo en que el funcionamiento de Correos era incluso impensable en la empresa privada. Se podía mandar una carta poniendo cualquier cosa en la dirección y era casi seguro que llegaba a su destinatario. La prensa dio cuenta de algunas de esas cartas que los carteros habían logrado entregar.
Yo mismo recibí alguna, con las señas (las mías) incompletas. El mérito no era sólo del cartero, que quizá recordaba mi nombre, sino también de los clasificadores de la central que se la habían hecho llegar. Valencia no es una ciudad pequeña. Yo no recibía mucha correspondencia ni el aguinaldo que le daba al cartero por navidad salía de lo corriente. Quizá la cuestión se debiera a que el cuerpo de Correos tenía un espíritu, que imbuía ese afán de servicio a todos sus componentes.
Ese espíritu se ha perdido y algún culpable debe de haber. Ya hace bastante tiempo que no queda ni rastro de él. Desde que se perdió, una carta ha de llevar todos los datos para que sea depositada en el buzón correspondiente. Y ni siquiera llevando todos los datos es seguro que vaya a su destinatario. Tampoco se puede esperar que el cartero, cualquier cartero, pierda unos segundos leyendo los nombres que figuran en los buzones, para asegurarse de que no se equivoca. Si en el sobre pone “no doblar”, doblan para que quepa por la ranura del buzón. Si el sobre contiene un libro, que se puede estropear al introducirlo por la ranura, lo introducen de todos modos. No cabe esperar tampoco que llamen por el telefonillo avisando, para que bajen a recogerlo, porque eso significa perder demasiado tiempo.
Si uno va a una oficina de correos, a cualquiera, se desespera viendo como los funcionarios que atienden las ventanillas tardan adrede todo lo que pueden. Cuando terminan con un cliente simulan que hacen algo y hasta que dan el turno al siguiente pasa mucho tiempo. Una de las veces en que tuve que ir a correos, desesperado y enfurecido al observar esa práctica común a todas las oficinas de Correos, tuve que soportar además que todos los funcionarios de las ventanillas, excepto uno, se fueran a almorzar al mismo tiempo. Con lo que mi espera, que ya era larga, se prolongó durante media hora más.
Una cosa es que se haya perdido aquel espíritu y otra que los ciudadanos que utilizan los servicios postales no merezcan el menor respeto.
Yo mismo recibí alguna, con las señas (las mías) incompletas. El mérito no era sólo del cartero, que quizá recordaba mi nombre, sino también de los clasificadores de la central que se la habían hecho llegar. Valencia no es una ciudad pequeña. Yo no recibía mucha correspondencia ni el aguinaldo que le daba al cartero por navidad salía de lo corriente. Quizá la cuestión se debiera a que el cuerpo de Correos tenía un espíritu, que imbuía ese afán de servicio a todos sus componentes.
Ese espíritu se ha perdido y algún culpable debe de haber. Ya hace bastante tiempo que no queda ni rastro de él. Desde que se perdió, una carta ha de llevar todos los datos para que sea depositada en el buzón correspondiente. Y ni siquiera llevando todos los datos es seguro que vaya a su destinatario. Tampoco se puede esperar que el cartero, cualquier cartero, pierda unos segundos leyendo los nombres que figuran en los buzones, para asegurarse de que no se equivoca. Si en el sobre pone “no doblar”, doblan para que quepa por la ranura del buzón. Si el sobre contiene un libro, que se puede estropear al introducirlo por la ranura, lo introducen de todos modos. No cabe esperar tampoco que llamen por el telefonillo avisando, para que bajen a recogerlo, porque eso significa perder demasiado tiempo.
Si uno va a una oficina de correos, a cualquiera, se desespera viendo como los funcionarios que atienden las ventanillas tardan adrede todo lo que pueden. Cuando terminan con un cliente simulan que hacen algo y hasta que dan el turno al siguiente pasa mucho tiempo. Una de las veces en que tuve que ir a correos, desesperado y enfurecido al observar esa práctica común a todas las oficinas de Correos, tuve que soportar además que todos los funcionarios de las ventanillas, excepto uno, se fueran a almorzar al mismo tiempo. Con lo que mi espera, que ya era larga, se prolongó durante media hora más.
Una cosa es que se haya perdido aquel espíritu y otra que los ciudadanos que utilizan los servicios postales no merezcan el menor respeto.
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