Comprendo perfectamente a Soledad. Lleva a Francisco, su hermano mellizo, en el corazón, sin haberlo visto nunca. Nació siete minutos después y con menos peso, motivo por el cual tuvo que estar en la incubadora. Allí fue mejorando día a día, durante 25, hasta que dijeron a sus padres, que le visitaban a diario, que ya se lo iban a poder llevar. Y de repente les dijeron que había muerto, pero no les enseñaron el cadáver. Ocurrió en 1965.
Es fácil ponerse en el lugar de la familia y comprender que no han dejado de pensar en Francisco ni un momento. Su hermana melliza, que está llevando a cabo una búsqueda minuciosa y constante, presiente que lo va a encontrar. ¿Cómo no entenderla? Soledad, se advierte en cuanto se toma contacto con ella, es una mujer inteligente, delicada y sensible. No sólo es fácil entenderla, sino también desear que logre sus propósitos.
Pero es que el suyo no es el único caso. Según cuentan, son muchos los niños que fueron robados a sus padres. Las posibilidades que ofrecen las pruebas del ADN han venido a ser como una bendición para los afectados, que al tener posibilidades reales de demostrar el parentesco familiar, se han puesto a buscar con denuedo a los seres queridos que les faltan. Pero se encuentran con la indiferencia social.
No es el mismo caso que el de las mujeres que dan a sus hijos voluntariamente en adopción, a las que, como mínimo, hay que respetar. A veces, no quieren ser encontradas por los hijos que las buscan. Es probable que tengan motivos. De cualquier modo, es obvio que desean lo mejor para sus retoños. Por eso los dieron.
En el caso de los niños robados, todos quieren encontrarse. Las familias que sospechan, con fundamente, que les robaron a sus niños, y éstos, en cuanto se dan cuenta de que son o han podido ser robados, también quieren encontrarse con sus familias.
Ayudarles no sirve a efectos electorales. Quizá sea esa la razón del desinterés.
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