La catástrofe que sufre Japón ha propiciado que una vez más se traslade a la opinión pública un debate que debería llevarse a cabo entre la comunidad científica, dada su enorme complejidad técnica. Se da, además, la circunstancia de que hasta fechas recientes nuestros antepasados sabían que sus vidas dependían de un hilo y en la actualidad se quiere creer que existe la protección absoluta.
Los pacientes que entran a un quirófano saben, o deben saber, que corren riesgos y a veces muy grandes y no obstante entran, porque se dan cuenta de que merece la pena, ya que no miran sólo ese riesgo, sino que tienen en cuenta muchas más cosas. Japón, antes de instalar las centrales nucleares, ya conocía los devastadores efectos de esta energía. Es un país, además, acostumbrado a sufrir terremotos y a pesar de todo aceptó el riesgo.
En España hemos corrido otros riesgos, también el nuclear: tenemos algunas centrales aquí, presumiblemente menos seguras que las japonesas y en la cercana Francia hay muchas, que también son peligrosas para nosotros en el caso de que ocurra un accidente o un terremoto similar por esta parte del mundo. Pero al margen de ese riesgo tenemos otros peligros en ciernes, como la desaparición del estado del bienestar o que se hunda definitivamente nuestro sistema de salud. Ambas cosas a causa de la mala gestión o de la imprevisión.
Al estado de cosas que soportamos, un altísimo número de parados, la rebaja de sueldo de los funcionarios, la congelación de las pensiones, etc., hay que añadir la brutal subida del recibo de la luz. Esta subida es una catástrofe en sí misma. Para quien está en un despacho lujoso, sentado en un mullido sillón, y con la factura de la luz y del aire acondicionado a cargo del contribuyente es muy fácil decidir que las nucleares son malas. Para quien se las ve y se las desea, con su exigua pensión, para acabar el mes la cuestión podría ser otra.
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