Quizá algunos piensen que ha soplado, o está soplando un huracán, y por ello la Unión Europea vive momentos graves. Ese mismo huracán afecta la economía de Estados Unidos, pero no amenaza con romper la nación. Algunos de los principales políticos ingleses dieron por muerto al euro hace algunas fechas. Algunos piensan que la salida del euro permitiría que las naciones europeas pudieran combatir la crisis con las propias armas de cada una de ellas.
La Unión Europea no es una nación, sino un mosaico de naciones unidas tras unas negociaciones en las que más que los intereses del conjunto cada una de las partes intervinientes vela por sus propios intereses nacionales, de modo que podría decirse que más que, en el plano legal, más que unidas, estás incrustadas unas con otras.
Mientras las naciones integrantes sólo veían las ventajas que les proporcionaba a cada una de ellas su pertenencia a la Unión todo iba bien y nadie se preocupaba de examinar que es lo que estaba ocurriendo realmente.
El ombliguismo tan propio de los nacionalismos es lo que hace tambalearse a la Unión, no el huracán de la crisis.
Pero la Unión es necesaria. ¿Cómo podría competir un país pequeño como Alemania con la gigantesca China o con el emergente Brasil? Argentina es otro país gigastesco que si, acuciado por la necesidad, se desprende del tinglado Kirchner y atiende a la recomendación orteguiana “¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas!”, puede pasar a ser un gran competidor mundial.
Las naciones europeas no tienen más remedio que unificar sus políticas y comprender que para velar por los intereses de las pequeñas naciones que componen la Unión Europea han de procurar que todos los engranajes funcionen perfectamente. Hay que eliminar todo lo que no redunde en el beneficio común y delimitar las reglas de juego para que ninguno de los estados miembros pueda permitirse ciertas alegrías que al final resultan muy peligrosas.
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