Si hubiera dimitido en su momento, o sea, cuando salió a la luz la conversación con el “amiguito del alma”, al que quería “un huevo”, su gesto hubiera podido tener la apariencia de honorable. Si su gestión hubiera sido buena hubiera encontrado muchos más apoyos en la sociedad, pero no ha sido así. El derroche en la Comunidad Valenciana alcanza cifras de escándalo, y a pesar de tanto dinero gastado el paro es mayúsculo, y los datos de la Educación son desastrosos.
Durante su mandato, se ha hecho adorar por sus subordinados cual faraón egipcio y ha apartado de las listas a todos los que no tuvieran el aplauso fácil para él o mantuvieran algún tipo de vínculo con Zaplana. No cabe duda de que la dimisión de Camps es una buena noticia para los demócratas.
Este gesto de Camps tiene un valor añadido y es que deja la pelota en el otro tejado. Está imputado por algo que, siendo importante, es nimio comparado con lo de la otra parte. Por un lado hay un chivatazo a ETA, cosa que por mucho que deshonrosamente se intente minimizar es un hecho gravísimo. Por menos, dimitió Antonio Asunción, gesto el suyo que dignificó a la política y que, por lo visto, no fue entendido por lo suyos, dado que ha tenido que abandonar el partido. Y el hecho de que haya un presidente del gobierno que ha fracasado totalmente y un candidato del partido cuyo programa electoral es lo contrario de lo que está haciendo el gobierno, es surrealista. Debería haber abandonado el gobierno el presidente y lo hizo el candidato, y puesto que éste también debe retirarse, no del gobierno sino de la política, por el asunto del chivatazo, dando paso a Carme Chacón, o a quien sea, el lío resultante es grande.
La política española es surrealista, pero, por lo menos, Camps ha dimitido.
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