martes, 9 de abril de 2013

Margaret Thatcher

Debería dar que pensar el hecho de que una sola persona genere tanto impacto. Es prácticamente imposible que Rajoy, Rubalcaba, Zapatero, y otros cantamañanas de por aquí se miren en su espejo. Los que tenemos más cerca, Pujol, Camps, Mas, Griñán, etc., todos se tienen por muy importantes y sus servidores han de doblar la cerviz ante ellos. Y resulta que no son nada. Nada.
Volvamos a lo que importa, Thatcher. Qué sola tuvo que sentirse. Nadie es perfecto. Ella también cometió errores. ¿Pero quién había cerca de ella para corregirlos o hacérselo ver? Hay gente que la odia. Hay gente que odia.
Tenía razón al pensar que una nación sólo puede prosperar con personas libres y con libertad económica. Pero esto último tiene un peligro, como se ha visto después. La libertad económica está muy bien, pero precisa de unas reglas de juego claras y de una vigilancia constante, para que no se vulneren; aunque también en este caso tenemos la experiencia española, o sea, lo que hacen los “vigilantes” de aquí. En España, cuando nombran a alguien vigilante de algo, éste no considera que tenga que hacer nada a cambio del sueldo que le pagan; más bien piensa que ha accedido a una casta superior, con posibilidades de medrar más todavía, posibilidad esta última que procura no cercenarse aplicando un exceso de celo a su labor.
Acertó Thatcher al imponer el voto secreto en las votaciones sindicales, que hasta ese momento habían sido a mano alzada. El voto secreto está en la esencia de la democracia. Es famoso también su asco por la utilización política de los sentimientos, cosa que denota, al menos, un intento de honradez. Las Malvinas, independientemente de quien tenga la razón, fueron ocupadas por la fuerza, cosa que sólo podía hacer una dictadura. Hizo lo correcto, pues, la mandataria británica.
Los motes que tuvo que soportar fueron, por lo general, de corte machista y brocha gorda. El de Alfonso Guerra, por ejemplo: Usa Tres en uno como desodorante.

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