Yo quisiera que Inmaculada Echevarría optara por vivir, por haber encontrado, por sí sola o con ayuda, motivos para ello. Coincido en este punto, entonces, con el cardenal Cañizares. Discrepo con él cuando pretende imponerle la vida. Para imponer algo hay que tener poder. Ya se sabe que el poder corrompe. Por otro lado, el cardenal no debería ignorar que el arma más poderosa es la palabra. Por tanto, debería emplearla para intentar convencer a Inmaculada de que desista de sus propósitos. Tendría que convencerla, si ella accediera a tratar el asunto con él, de que la vida es bella y siempre hay un motivo para vivir. Pero tendría que asumir que quizá no lograra su propósito e Inmaculada siguiera deseando morir. En este caso, debería tener en cuenta de que una persona físicamente normal no encuentra impedimento si desea suicidarse. En estas condiciones, aprovecharse de las carencias físicas de la persona interesada para obligarle a lo que no quiere, no parece muy ético. Para que un acto sea bueno es preciso que haya sido realizado libremente. Por tanto, menoscabar la libertad no es un acto bueno. Por otro lado, ¿cómo sabe el cardenal que Dios no sabrá comprender la flaqueza de la mujer, si es que la hay? Quizá Cañizares hierra en la misión que se cree obligado a llevar a cabo. Acaso piensa que su tarea consiste en decir lo que está bien y lo que está mal y puede que lo deba hacer sea mucho más complicado, pues a lo mejor consiste en que debe llevar al convencimiento al mayor número de gente la necesidad de hacer el bien y no el mal, con la consiguiente obligación de explicar ambas cosas, el bien y el mal, y convencer también sobre ellas. Pero si le asusta esta tarea, no debería olvidar que el poder corrompe, debería evitar la tentación de buscarlo. El poder, en democracia, debe estar en su totalidad en manos del Estado, repartido entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Nadie más debería intentar apoderarse de él.
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