Cae un sol plomizo sobre Valencia y todavía no es verano. El cielo luce su azul impoluto, de modo que el calor durará todo el día. Algunos pájaros vuelan rápidamente de un árbol a otro. Hay un remedio contra el calor, que quizá sirva. Se puede evocar el recuerdo de Cristina Narbona, para que aparezca acompañado por la imagen clara de la frescura. Hace tiempo que esta característica ya no asombra. Ella es así y punto. La frescura viene acompañada por su inseparable desparpajo. Hete aquí que nos dice que la costa está destrozada y luego quiere rematar al muerto llenándola de desalinizadoras. Eso es poner boñigas sobre el estiércol. Moscardas revoloteando alrededor. El papel de la Narbona consiste en hacer cálculos con los votos. Perdemos cuatro de aquí pero ganamos cinco de allá. Exprimir lo que se pueda hasta sacar lo que quede. Para conseguir sus propósitos, lanza regañinas y hace recomendaciones que no son más que cortinas de humo. Reparte seráficas sonrisas mediante las que se desentiende de los problemas que ella misma crea. Esas sonrisas son también guiños que dedica a las Comunidades Autónomas que supuestamente salen ganando. Las costas son de todos, puesto que están al alcance de todos. Si se degradan las costas, salimos perdiendo todos. El mar es de todos, nos perjudica a todos que se llene de salmuera y de gases tóxicos emitidos por las desalinizadoras. La sonrisa de Cristina Narbona también busca la complacencia de su jefe. Ella es un dique ante el que se estrellan las más fundadas esperanzas. Al construir las desalinizadoras reconoce que falta agua y también con ello viene a indicar que la ecología le importa poco, puesto que opta por la más contaminante de las opciones, por la de porvenir más incierto, por la menos deseada. Sería apropiado que hubiera propuesto las desalinizadoras como complemento o apoyo, pero no de un modo exclusivo y total.
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