María José Pou Amérigo citó una vez en Las Provincias, creo que de pasada, a los columnistas apesebrados. Reconozco que no fui capaz de encontrar a ninguno al que poder clasificar de este modo. Sin embargo, sí que vengo dándome cuenta desde hace tiempo que los hay que jamás transgreden cierta línea imaginaria. Cada uno tiene sus propias líneas imaginarias. Ahí es en donde nos topamos con las normas no escritas. Suelen ser más respetadas que las escritas y si no se plasman en negro sobre blanco es porque no resisten la luz, no tienen más remedio que pulular escondidas, vergonzantes, pero, eso sí, efectivas. Hay un punto a partir del cual puede resultar caro seguir adelante y más de uno mira con mucho respeto su fuente de ingresos. El transgresor sería, pues, alguien que llevado por su lealtad al lector se saltara esas normas y mostrara la noticia o su opinión tal como la ve o la siente. Ocurre también que no faltan lectores que en sus profesiones también tienen que tener mucho cuidado con las normas no escritas, con lo que, habituados a seguirlas, desconfían de quienes las transgreden. De donde resulta que precisamente quien arriesga por no engañar al lector es quien despierta desconfianza a algunos. Ocurre también que quien lleva tanto cuidado con las normas no escritas puede desentenderse a veces de las escritas, en la seguridad de que encontrará amigos y apoyos que le ayuden a que su falta pase desapercibida. En cambio, el transgresor de las normas no escritas ha de llevar un cuidado extremo con las escritas, puesto que el menor desliz será aprovechado en su contra. Es fácil deducir además que por mucho que algunos grandes discursos morales se les adivina enseguida que su sensibilidad, para algunas cuestiones, está revestida de materiales refractarios, de modo que no sufren cuando se enfrentan a algunas dudas éticas. El transgresor, en cambio, sabe, como Sócrates, lo que le espera.
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