Con respecto a Dios, algunas cosas son evidentes. En el caso de que haya, por ejemplo, no desea despejar las dudas sobre esta cuestión. No hay ninguna prueba palpable ni nada que vaya más allá de la fe. También hay que tener en cuenta que Cristo no vino al mundo en el principio de los tiempos, sino en una fecha concreta, que conocemos de modo bastante aproximado. Dios no puede preferir a unos sobre otros. Quienes vivieron antes de Cristo no pueden estar en desventaja. Hay que entender, entonces, que lo que desea Dios, en primer término, no es que la gente tenga fe, sino que adopte determinada conducta. Ese modo de proceder también lo pudieron adoptar quienes vivieron mucho antes. No cabe ninguna duda de que muchos de los que antecedieron a Cristo demostraron tener mucha más categoría personal que bastantes de quienes vinieron después. Cristo vino a dar ejemplo, marcando un camino con ello, no a dejar constancia indeleble de que hay Dios. Si fuera tan claro, no tendría mérito. Por tanto, lo que realmente interesa no es la fe en Dios, sino el comportamiento adecuado, el interés por el prójimo y el empeño de no hacer el mal. Traigo todo esto a colación porque hace algunas semanas un niñato vino a decir que Dios le había procurado el libro que buscaba en el momento en que lo necesitaba. Sorprende esta presunción por cuanto vendría a significar que Dios se ocupa de estas cosas. Y ocupándose de ellas obvia la atención a quienes viven circunstancias dramáticas y acude a socorrer a quien tan sólo precisa de un libro. Esto da idea también de que el caballerete en cuestión no extraña los privilegios, sino que piensa que también el mismo Dios le privilegia a él. No termina ahí la cosa porque luego ha dado en imaginar el cielo como una inmensa biblioteca en la que él entra en éxtasis al tener acceso a todos los libros en todas las lenguas. Quizá ha pensado también que vería cómo los demás leen los suyos. Lejos de su ánimo está imaginar que en el cielo no hay hambre y sed de justicia, sencillamente porque no hay injusticias.
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