Tiene que ver con el hecho de que a veces se publica la correspondencia privada de los escritores. Al respecto, recuerdo que a poco de salir al mercado, me recomendaron que leyera Olvidado rey Gudú. Lo compré inmediatamente y tras leerlo escribí un folio y medio sobre el libro (suelo tener muy poco tiempo libre), que entregué a la persona que me lo había recomendado. Esta persona me dijo días después que le había mandado mi texto a Ana María Matute y que le había gustado mucho a ésta, pero que se lo había manifestado por teléfono, puesto que ella hace tiempo que no escribe a nadie. Pensé, y no sé si equivocadamente, que ella actúa así por temor a que luego se publiquen sus cartas.
Supongamos que me lo hubiera dicho por escrito y que luego a esa carta hubieran seguido otras. Yo no hubiera tenido, moralmente, derecho a publicar, y cobrar por ello (ésta es otra cuestión), unas cartas que habían sido escritas para que las leyera yo solo. Las cartas serían mías, puesto que me las habían escrito a mí y tendría derecho a conservarlas, pero nada más.
Sin embargo, la experiencia demuestra que no se pueden poner puertas al campo. Un escritor puede sentir vergüenza en el caso de que salgan a la luz las cosas que escribió privadamente. Pero por otro, para un observador avezado casi nada queda oculto, se publique o no. Quien conozca bien a una persona y sus circunstancias puede imaginar o deducir con bastante acierto gran parte de las cosas que le conciernen, sin que cupiera esperar que se llevara grandes sorpresas en el caso de que descubriera su correspondencia privada. Algunos lectores pueden juzgar negativamente a un escritor si llegan a leer lo que no fue escrito para ser leído por muchos. Pero también es cierto que no son muchas las personas que juzgan con ecuanimidad y sin ir más allá de lo estrictamente necesario. Con correspondencia a la vista o sin ella, todos estamos expuestos a la maledicencia.
Un escritor, de otra parte, debe sentirse halagado por el hecho de que la gente escudriñe en su vida; mucho mejor eso que el desinterés.
Supongamos que me lo hubiera dicho por escrito y que luego a esa carta hubieran seguido otras. Yo no hubiera tenido, moralmente, derecho a publicar, y cobrar por ello (ésta es otra cuestión), unas cartas que habían sido escritas para que las leyera yo solo. Las cartas serían mías, puesto que me las habían escrito a mí y tendría derecho a conservarlas, pero nada más.
Sin embargo, la experiencia demuestra que no se pueden poner puertas al campo. Un escritor puede sentir vergüenza en el caso de que salgan a la luz las cosas que escribió privadamente. Pero por otro, para un observador avezado casi nada queda oculto, se publique o no. Quien conozca bien a una persona y sus circunstancias puede imaginar o deducir con bastante acierto gran parte de las cosas que le conciernen, sin que cupiera esperar que se llevara grandes sorpresas en el caso de que descubriera su correspondencia privada. Algunos lectores pueden juzgar negativamente a un escritor si llegan a leer lo que no fue escrito para ser leído por muchos. Pero también es cierto que no son muchas las personas que juzgan con ecuanimidad y sin ir más allá de lo estrictamente necesario. Con correspondencia a la vista o sin ella, todos estamos expuestos a la maledicencia.
Un escritor, de otra parte, debe sentirse halagado por el hecho de que la gente escudriñe en su vida; mucho mejor eso que el desinterés.
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