Todo
el mundo sabe que la función de la banca no es hacer obras de
caridad. Quienes mejor saben esto son los propios banqueros y sus
secuaces.
De
modo que cuando el negocio era el ladrillo y concedían préstamos
hipotecarios a sabiendas de que quienes se estaban hipotecando, en
numerosas ocasiones, incurrían en graves riesgos sin ser conscientes
de ello, no se sentían especialmente inquietos. Su función era la
de asegurarse que los préstamos que concedían estuviesen
debidamente garantizados, así que si los bienes del prestatario no
ofrecían suficiente seguridad, exigían garantías adicionales, como
la firma de los padres, por ejemplo.
Los
bancos, ante esta coyuntura, disponían de departamentos jurídicos,
departamentos financieros, departamentos de riesgos y algún otro
departamento estaría también en liza, por lo que tenían motivos
para saber en cada momento lo que estaban haciendo. Sus clientes,por
su parte, disponían de ilusión y, muchas veces, de ignorancia.
Con
posterioridad se ha visto que los bancos, además de las ventajas
citadas anteriormente, disponen de una legislación muy favorable a
sus intereses, puesto que pueden quedarse con los pisos en la subasta
y, sobre todo, el estado de la cuestión: no se puede dejar caer a
los bancos, por lo que hay que ayudarlos a sobrevivir.
La
realidad es que los ilusos perdieron el piso, perdieron la ilusión y
a menudo también las ganas de vivir, puesto que algunos se suicidan
o intentan suicidarse.
Quienes
tenían a su disposición tantos departamentos especializados también
se equivocaron y ahora sus bancos tienen tal cantidad de pisos que es
imposible que consigan, por sí mismos, desprenderse de ellos en
muchos años. Ah, pero no han perdido la alegría de vivir. Siguen
paseando por las calles con su seriedad asnal y percibiendo
sustanciosos sueldos todos los meses.
Nadie
se ha puesto a buscar entre el entramado legal español la ley que
permita encarcelar a unos cuantos, pero por burros y nada más que
por burros. Se merecen ese escarnio.
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