En
tiempos del franquismo los atletas españoles no solían destacar
mucho en las Olimpiadas. Cosas de la raza, se nos decía. Hubo un
tiempo en que se hablaba mucho de la raza. Ahora también. Cosas de
los nacionalismos, sin duda.
En
las Olimpiadas de Barcelona los atletas españoles brillaron como
nunca lo habían hecho. Se demostró que no era cosa de la raza, sino
del dinero. Se invirtió mucho dinero y los resultados fueron muy
buenos.
¡Ah,
si ese dinero se hubiera invertido en investigación y desarrollo!
Probablemente, los científicos españoles también hubieran logrado
muchas medallas de oro, de plata y de bronce.
Si
el gobierno español no se hubiera conformado con que España se
convirtiera en un país de servicios, destino de los jubilados
europeos, y hubiera luchado por situarse en los planos tecnológico e
industrial, no cabe duda de que lo hubiera conseguido.
Ganar
una medalla de oro sube la autoestima de los españoles, sí. Situar,
como dicen algunos, a Barcelona o Valencia en el mapa, puede servir
para que algunos políticos se sientan importantes. Pero para la
gente de la calle es más importante pisar un terreno que tenga
cierta firmeza, y no ese otro que induce a volar y que tiene como
resultado un batacazo de los grandes.
Barcelona
quiso tener una Olimpiada, y toda España se volcó, y el resultado
fue muy bueno para la capital catalana, puesto que mejoró mucho
urbanísticamente hablando.
Y
si Barcelona tuvo su Olimpiada, ¿por qué no la ha de tener Madrid?
Pues porque el ser humano es el único animal que tropieza dos veces
con la misma piedra.
Nuevamente
se trata de emplear ingentes recursos en asuntos que no tienen
repercusión directa en la gente. Y, mientras tanto, los mejores
profesionales emigran a otros países, a derrochar allí los
conocimientos que han adquirido con los impuestos de los españoles.
No
hay nada que hacer. Primero el deporte y la “autoestima”, y
luego todo lo demás.
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