El patrimonio de Cristina Fernández, conocida como Cristina Kirchner, creció en el último año un 27%, si se da por buena la declaración de bienes de la mandataria, cosa que yo puedo admitir sin problemas. ¿A mí que más me da el dinero que gane o deje de ganar? Lo que me preocupa es que alguien no pueda comer, pero a partir de cierto nivel de ingresos que se puede considerar digno, ya me es indiferente que sea más o menos lo que perciba cualquier persona.
Lo que ocurre en este caso es que ese considerable incremento del patrimonio se ha producido mientras la buena señora ocupa la presidencia de su país. No consta que los demás habitantes de Argentina hayan logrado aumentar sus patrimonios en la misma medida, más bien cabe considerar que no deben haber sido muchos los argentinos que hayan logrado una proeza similar.
No digamos que se haya enriquecido ilegalmente, pero cabe apuntar que para conseguirlo debe de haber invertido mucho tiempo. Por muy despabilada que sea, eso no se consigue por arte de magia. Y el tiempo que ha dedicado al menester de ganar dinero no lo ha podido dedicar a la gobernación. No obstante, la eligen, porque las banderas y las ideologías prestan buenos servicios a los políticos demagogos y desvergonzados. ¿O no cabe llamar desvergonzada a una presidenta que ha incrementado tan espectacularmente su patrimonio?
Pero el asunto pasa de castaño oscuro si en lugar de considerar únicamente el último año se piensa en la fecha en que su difunto marido, Néstor Kirchner, accedió a la presidencia de Argentina, porque el incremento de su patrimonio desde ese momento es del 928%. Una nación que vota a personas que se han enriquecido tanto durante su mandato presidencial es una nación enferma y sin esperanzas. Una nación incapaz de luchar contra la corrupción y aferrada a la lucha contra el rival ideológico.
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