La última vez que vi un festejo de esos aún vivía Franco. Fue en un pueblo de mil habitantes, y quizá hasta de quinientos. Lo único que recuerdo es que nos agolpábamos muchos tras una de esas barreras hechas con vigas en horizontal atadas a otras puestas en vertical y sujetas a la pared, con las que se cerraban las calles para que el toro no pudiera salir del recinto. Estábamos tras la barrera tratando de ver lo que ocurría en la plaza, pero dos ingleses que se habían sentado en la viga superior, y que se lo estaban pasando en grande, nos lo impedían.
En un momento dado, el toro vino a la carrera hacia donde estábamos y en ese momento un anciano que estaba tras los ingleses les dio un manotazo en el culo y los tiro al suelo. Ellos, con el toro a pocos metros, treparon por la barrera a gran velocidad y se fueron.
Poca idea puedo tener, pues, de cómo se desarrollan en la actualidad los toros en la calle. Lo que sí que sé es la respuesta que me dan quienes participan en ellos: les sirve para descargar adrenalina. Hay, quizá, otra excusa: es “tradición”. Como si todo lo tradicional fuera sagrado. Si no se hubiera suprimido una larga serie de “tradiciones”, mal estaríamos.
La madre del joven muerto por el toro lamenta que la policía no impidiera el paso a su hijo a la plaza. Ignoro si es posible controlar a todos los que participan en la fiesta. Alfonso Rus pide que no se vuelva a contratar a ese animal. ¡Menudo talento el de Rus! Lo que debe de pensar el toro, cuando se ve en la plaza, es que ya está, de nuevo, rodeado de salvajes.
Serafín Castellano, el titular de Gobernación afirma que la ley que regula estos espectáculos es muy eficiente, pero que profundizará en ella para intentar hacerla más efectiva. No consta que ninguno tenga cargo de conciencia por no haberse atrevido a prohibir los toros en la calle y por ese motivo hay un muerto más.
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