La expropiación de YPF no es una cuestión de Argentina contra España, por más que la impresentable presidenta de ese país, por razones que ella sabrá, se haya empeñado en presentarla así.
Cuando Repsol decidió hacer negocios en Argentina, con el riesgo que eso supone, no pidió permiso a los españoles, de modo que debe sufrir las consecuencias del mismo modo que hubiera disfrutado de los beneficios que pensaba obtener.
La presidenta de Argentina, Cristina Fernández, viuda de Kirchner, cuyo zafio estilo no tiene nada que envidiar al del zafio por antonomasia, Hugo Chávez, ha atacado al Derecho Internacional, a las buenas maneras y a la honradez.
Hacen bien el gobierno español, la UE y EEUU en protestar de forma suave. Las protestas enérgicas sólo servirían para que la perpetradora del desaguisado elevara más el tono de su desafío.
Pero es de una inocencia grande, impropia de alguien de su cargo, que el ministro Soria dijera que el asunto se estaba reconduciendo. Y de muy mal gusto que García-Margallo dijera eso de que Argentina se ha disparado al pie.
Ella tenía calculado de antemano lo que iba a hacer y una vez lanzada sólo la va a parar el peso de la realidad, cuando le caiga encima, aunque lo cierto es que a quienes les va a caer encima es a los argentinos.
Por supuesto que Argentina tiene derecho a expropiar YPF, pero a Cristina Fernández no le interesaba hacerlo de acuerdo con la ley y pagando un precio justo. Lo que necesita es ruido y alharaca. Necesita tapar otros fracasos suyos. De que haya recurrido al patriotismo, que es el último refugio del bribón.
Repsol recurrirá a los tribunales internacionales y ganará todos los pleitos. ¿Y qué? La Argentina de los Kircher acapara demandas en esos tribunales, a los que no presta la menor atención. Y el problema tampoco es cómo valore el gobierno argentino a la empresa expropiada, sino que luego pague.
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