En estos tiempos que corren, tan dificultosos y descorazonadores, en los que resulta conveniente medir todos los pasos que se dan, no puede aceptarse sin más que la Administración, que ha corrido en ayuda de los bancos, se demore hasta límites intolerables a la hora de pagar a las empresas.
Cabe reconocer, no obstante, que los bancos son imprescindibles para la buena marcha del país y que, por tanto, hace bien el gobierno en ayudarles si considera que esa ayuda es necesaria. Pero también conviene tener en cuenta que los directivos de los bancos gozaban de una situación privilegiada para anticipar la crisis y que ojalá se hubieran comportado en aquel momento con la mitad de prudencia con la que actúan ahora.
Los directivos de los bancos no son los culpables de la crisis, pero evidentemente tienen más culpa que quienes la están sintiendo en sus carnes. Los más culpables de todos son los políticos, pues son quienes deben velar por todos, mientras que la obligación de los empresarios es mirar por sus empresas. La cuestión es que quienes más han propiciado la crisis al no anticiparla e insistir en actitudes que la agravaban, no sólo no se han disculpado, sino que por lo general se cláusulas de indemnización exageradas, para el caso que sean despedidos. Y los hay, de éstos, que exigen el despido libre para los más indefensos.
La Administración, que tantas cosas consiente, como se ve, y que ayuda, sin exigir contrapartidas, a los grandes, se demora a la hora de pagar a los pequeños. Muchas de esas pequeñas empresas, que pueden verse obligadas a desaparecer por ese motivo, no tienen ninguna culpa de la crisis. No han estirado nunca el brazo más que la manga, se han limitado a llevar su negocio del mejor modo posible y ahora tampoco se atreven a exigir a los organismos estatales que les deben dinero que salden su deuda, no sea que se enfaden y no les hagan más pedidos.
El comportamiento de la Administración debería ser ejemplar, al objeto de generar confianza a los ciudadanos. Sin embargo, se nos muestra arbitrario y errático.
Cabe reconocer, no obstante, que los bancos son imprescindibles para la buena marcha del país y que, por tanto, hace bien el gobierno en ayudarles si considera que esa ayuda es necesaria. Pero también conviene tener en cuenta que los directivos de los bancos gozaban de una situación privilegiada para anticipar la crisis y que ojalá se hubieran comportado en aquel momento con la mitad de prudencia con la que actúan ahora.
Los directivos de los bancos no son los culpables de la crisis, pero evidentemente tienen más culpa que quienes la están sintiendo en sus carnes. Los más culpables de todos son los políticos, pues son quienes deben velar por todos, mientras que la obligación de los empresarios es mirar por sus empresas. La cuestión es que quienes más han propiciado la crisis al no anticiparla e insistir en actitudes que la agravaban, no sólo no se han disculpado, sino que por lo general se cláusulas de indemnización exageradas, para el caso que sean despedidos. Y los hay, de éstos, que exigen el despido libre para los más indefensos.
La Administración, que tantas cosas consiente, como se ve, y que ayuda, sin exigir contrapartidas, a los grandes, se demora a la hora de pagar a los pequeños. Muchas de esas pequeñas empresas, que pueden verse obligadas a desaparecer por ese motivo, no tienen ninguna culpa de la crisis. No han estirado nunca el brazo más que la manga, se han limitado a llevar su negocio del mejor modo posible y ahora tampoco se atreven a exigir a los organismos estatales que les deben dinero que salden su deuda, no sea que se enfaden y no les hagan más pedidos.
El comportamiento de la Administración debería ser ejemplar, al objeto de generar confianza a los ciudadanos. Sin embargo, se nos muestra arbitrario y errático.
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