En estos últimos tiempos cada vez que el Papa dice algo enseguida se le exige que pida perdón. Igualmente se le exige que pida perdón por una infinidad de cosas pretéritas. Sin dejar de lado el hecho de que cada vez cuesta más mantener lo de la infalibilidad del Papa, conviene traer a colación que quienes exigen eso al pontífice romano también cometen errores, que a veces causan gran impacto emocional en personas inocentes.
Tal es el caso de lo sucedido durante el secuestro de Publio Cordón, unos cuantos años atrás. Así lo reclama María Luisa Jiménez en un comentario que ha puesto en la reseña del libro Historia de un secuestro, de Carmen Cordón. Si la policía hubiera tenido el sentido común necesario para percatarse de que lo más probable era que la esposa del empresario estuviera en lo cierto y hubiera sido lo suficientemente ágil para organizar de inmediato la búsqueda, lo más probable es que lo hubieran encontrado. Con su empeño en ceñirse al protocolo, otorgaron un tiempo precioso a sus secuestradores, con lo cual ya no lograron localizarlo jamás.
Para disimular su escaso interés en el asunto, o su incompetencia, se lanzaron las más descabelladas y crueles hipótesis sobre el secuestrado, sus relaciones familiares y sus negocios. La familia tuvo que sufrir la angustia del secuestro y el dolor producido por las informaciones que se difundían. Porque la prensa se hizo eco de esas hipótesis. No recuerdo que cumpliera su función, que, como todo el mundo sabe, consiste en indagar y preguntar. La prensa podría haberse puesto en el lugar de la familia, aceptar sus hipótesis, al menos como punto de partida, y haber acorralado a preguntas a los responsables de la investigación. Sin embargo, los periódicos se limitaron a reproducir casi al pie de la letra lo que les pasaban.
La familia no sólo perdió a Publio Cordón, sino que tuvo que acostumbrarse a vivir teniendo a la angustia y la indignación como compañeras. Y además tuvo que pagar cuatrocientos millones de pesetas. Nadie se ha disculpado, nadie ha asumido ninguna culpa, nadie se arrepiente de nada.
Tal es el caso de lo sucedido durante el secuestro de Publio Cordón, unos cuantos años atrás. Así lo reclama María Luisa Jiménez en un comentario que ha puesto en la reseña del libro Historia de un secuestro, de Carmen Cordón. Si la policía hubiera tenido el sentido común necesario para percatarse de que lo más probable era que la esposa del empresario estuviera en lo cierto y hubiera sido lo suficientemente ágil para organizar de inmediato la búsqueda, lo más probable es que lo hubieran encontrado. Con su empeño en ceñirse al protocolo, otorgaron un tiempo precioso a sus secuestradores, con lo cual ya no lograron localizarlo jamás.
Para disimular su escaso interés en el asunto, o su incompetencia, se lanzaron las más descabelladas y crueles hipótesis sobre el secuestrado, sus relaciones familiares y sus negocios. La familia tuvo que sufrir la angustia del secuestro y el dolor producido por las informaciones que se difundían. Porque la prensa se hizo eco de esas hipótesis. No recuerdo que cumpliera su función, que, como todo el mundo sabe, consiste en indagar y preguntar. La prensa podría haberse puesto en el lugar de la familia, aceptar sus hipótesis, al menos como punto de partida, y haber acorralado a preguntas a los responsables de la investigación. Sin embargo, los periódicos se limitaron a reproducir casi al pie de la letra lo que les pasaban.
La familia no sólo perdió a Publio Cordón, sino que tuvo que acostumbrarse a vivir teniendo a la angustia y la indignación como compañeras. Y además tuvo que pagar cuatrocientos millones de pesetas. Nadie se ha disculpado, nadie ha asumido ninguna culpa, nadie se arrepiente de nada.
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