No
es obligatorio hablar bien de alguien por el simple hecho de que
acaba de fallecer. Santiago Carrillo y Manuel Gutiérrez Mellado
fueron, quizá, los únicos que se percataron de lo que estaba
haciendo Adolfo Suárez en la Transición y de los riesgos que
corría.
Los
demás, o sea, los colaboradores de Suárez y los líderes de los
demás partidos jugaban a creerse trascendentes y la emoción de
sentirse parte de la Historia les impedía fijarse en lo que estaba
ocurriendo y en lo que podía pasar. De ahí, de esa ceguera egoísta,
surgió el régimen que sufrimos y que llaman, indebidamente,
democracia.
Fue
Santiago Carrillo quien hizo bajar a Felipe González del burro, para
que colaborara con Adolfo Suárez. Pero se conoce que ninguno de los
dos tenían suficiente fe en la democracia, y quizá por eso el poder
quedó en manos de los partidos.
Cuando
el asalto al Congreso por parte de Tejero, permaneció sentado en su
escaño, al contrario que otros diputados se lanzaron al suelo. Dicen
que alguno se hizo una moradura en el costado, por la rapidez con que
se tiró. En Carrillo funcionó la lógica, puesto que tirarse al
suelo no le hubiera servido de nada. Fueron otros dos, a los que no
hace falta nombrar, los que arriesgaron su vida por la democracia.
Ellos sí que la querían.
Carrillo,
en los últimos tiempos, demostró tener una gran memoria, y también
que no se chupa el dedo, motivo por el cual jamás reconoció su
responsabilidad en los asesinatos de Paracuellos del Jarama. Ni falta
que hace, ya lo han demostrado otros nada sospechosos de ser de
derechas.
También
demostró en sus artículos que seguía vivo en su interior el odio a
la derecha. El odio nubla la vista, por lo que sus análisis podrían
haber sido mucho mejores si hubiera sabido desprenderse de ese
sentimiento.
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