Alguien
que al entrar en un bar observara que todas las tapas expuestas
estuvieran en mal estado y además deambularan cucarachas entre ellas
saldría pitando.
Sin
embargo, en la política española aparecen como candidatos Zapatero,
Rajoy, Rubalcaba, Montilla, Camps, Mas, Chaves, Aguirre, Griñán,
Feijoo, Rodríguez Ibarra, Ibarreche, etc., e incluso unos
proetarras, y los españoles, en lugar de irse a ver museos o
disfrutar del domingo de otra forma, acuden a votar. Debe de tratarse
de una pulsión autodestructiva. En algunos puntos esta pulsión o
tendencia suicida es grande. Y lo más probable es que la única
manera de curarla sea traer la democracia de una vez por todas. En el
régimen que sufrimos es francamente difícil que alguien de valía
aflore en la política. Si tuviéramos una democracia equiparable a
las tradicionales, con auténtica separación de poderes, es posible
que surgiera.
En
este contexto es en el que habría que situar la dimisión de
Esperanza Aguirre. La pregunta que surge en primer lugar es: ¿Habría
dimitido si su gestión hubiera sido buena? Si no hubiera derrochado
y las cuentas de la Comunidad de Madrid fueran boyantes es posible
que hubiera tomado al asalto La Moncloa, desalojando a Rajoy.
Pero
la perspectiva que le espera es aplicar recortes tan brutales como
injustos y arrostrar una impopularidad creciente. A buen seguro que
muchos de los que están en su misma situación la envidian. Hubieran
deseado ser ellos quienes dieran el primer paso. Ha sido lista
Aguirre.
Los
hay que piensan que se ha ido para salvaguardar su imagen y volver
más tarde a lo grande. Pero eso es muy difícil que ocurra en
España, puesto que los aparatos de los partidos tienen el control
absoluto de la situación. Una vez que Aguirre ha dejado el cargo su
capacidad de maniobra ha disminuido considerablemente.
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