No
es curioso sino lógico que los nacionalistas quieran pensar que los
demás también lo somos. Incluso los que sólo deseamos el bienestar
de las personas.
El
nacionalismo sin enemigos se diluye en la nada, porque el
nacionalismo no es nada, ni sirve para nada bueno. Su única
utilidad consiste en que sus dirigentes logren poder y dinero, aunque
sea a costa de empobrecer a los ciudadanos. Algunos han ido más
allá: Jordi Pujol, con su Banca Catalana, logró arruinar a bastante
gente. Y lo hizo con impunidad, no con inmunidad. Porque a los
nacionalistas les gusta la impunidad. Cada vez que abren la boca
ofenden a los demás, porque sus mensajes contienen mucho odio, y no
se les puede replicar, porque entonces alegan que se ha ofendido a
sus sentimientos y los sentimientos son sagrados, concluyen. Pero el
odio es un sentimiento. Quizá no esté dotado yo para verle la
sacralidad.
Se
empeñan en sostener que todos somos nacionalistas, incluso a los que
creemos que las naciones son reliquias del pasado en vías de
extinción.
A
los nacionalistas no les importan las personas. Y me refiero a los
dirigentes, a los que sacan provecho de la confusión que siembran.
Los que se enredan en sus palabras vanas y les apoyan no ganan nada.
Pierden.
Todos,
o casi todos, sabemos ya que el sistema político español es un
fracaso. Genera muchas injusticias y comportamientos incívicos por
parte de muchos políticos, siempre encaminados a conseguir votos
utilizando dinero de los impuestos. Si ese dinero se hubiera
utilizado para hacer obras productivas para todos, otro gallo nos
cantaría.
Los
nacionalistas no quieren un sistema más justo, sino sacar partido de
todas y cada una de las ocasiones que se les presentes. Tampoco
quieren mejorar el sistema, para que gocemos de una democracia real,
porque en un sistema democrático los nacionalistas se asfixian.
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