viernes, 20 de junio de 2008

Un plazo fijo, como pretexto

Esta semana he visto a Juan (que no necesariamente se llama así). Hace mucho que se jubiló pero de vez en cuando viene a Valencia y algunas de esas veces lo veo. Me cuenta que en el decenio de los ochenta, aunque no puedo precisar exactamente la época, porque la cuestión no era relevante, estaban subiendo los tipos de interés y fue a su banco a preguntar cuánto le iban a dar por su plazo fijo. Tenía cuatro o cinco millones de pesetas. Sé que entre cuatro y cinco millones hay una buena diferencia, pero es lo que me dijo. Sus palabras textuales fueron: cuatro o cinco kilos. Quien le atendió, persona muy cumplidora de sus deberes para con la Iglesia y con una abundante nariz, le espetó: ¡Así haremos grande a España!
Juan tenía una tienda de comestibles y todos los días se le podía ver a las tres y media de la madrugada en el mercado de abastos, intentando ser el primero, para ofrecer luego los mejores productos de la tierra a sus clientes. Por lo general, a las nueve de la noche, sábados incluidos, aún tenía la tienda abierta, la cual regentaba con su mujer. Horario casi como el de los chinos. El casi se debe a que los domingos sí cerraba. La tienda era además un punto de reunión, de modo que muchas mujeres acudían a comprar un paquete de café, un bote de mermelada o cien gramos de jamón que no necesitaban, para estar un rato de tertulia. Así que la tienda, además de para su uso propio, servía como elemento de cohesión del barrio.
Juan no tardó mucho en decidirse. En un instante pensó que ya hacía mucho por España con su trabajo y con su amabilidad para con la gente y que también debía hacer algo por sí mismo y asegurarse su vejez, por lo que optó por rescatar su dinero y llevárselo a otro banco en el que le dieran lo que pedía.
Cuando ya no pudo competir con las grandes superficies, se jubiló. Trató de tener sujeta a su clientela hasta que le fue materialmente imposible.


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