En su día, el mundo civilizado decidió que el pueblo de Israel tenía derecho a una patria y se la dio. En aquel entonces, la superioridad del mundo occidental sobre el árabe era abrumadora, por tanto pudieron imponer por la fuerza lo que les pareció que era más justo. La cuestión es que imponer la justicia por la fuerza es un contrasentido. Los enemigos de Israel, que no fueron tomados en consideración en los primeros momentos, han desarrollado estrategias, han encontrado modos y han creado estados de opinión en la zona.
Israel, que podría servir como ejemplo de muchas cosas, es ante todo un problema para el mundo. El pueblo israelí se ve obligado a vivir presa del terror. Sus enemigos cada vez tienen más potencial, más posibilidades de hacer daño, más modos de llevar a cabo sus propósitos. Los israelíes ven en la brutalidad la única forma de mantener a raya a quienes les amenazan, de infundirles temor, de demostrarles que no detendrán ante nada.
El único modo de solucionar el conflicto pasa por refundar la ONU, para que sea este organismo el encargado de poner paz, en esa zona y en otras. Para ello la ONU debería demostrar a todo el mundo que los criterios por los que se rige son justos. Este sería el camino que hiciera disminuir el número de los enemigos de Israel.
Refundar la ONU, hacerlo bien, suprimir el derecho de veto del que gozan algunas naciones y convencer, sobre todo, a las naciones más débiles de que no se les iba a imponer nada injusto y de que sus reclamaciones serían atendidas.
Es utópico pensar esto, claro. Pero también es utópico querer hacer justicia en un mundo dominado por los egoísmos y la prepotencia, que se demuestra precisamente en ese derecho de veto que se reservan algunas naciones. En este estado de cosas, no cabe esperar otra cosa que un continuo recrudecimiento de las hostilidades y el temor inevitable de los israelíes de que un día les tiren una bomba atómica.
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