Un médico llamado Richard Batista dio uno de sus riñones a su esposa, para salvarle la vida. Tiempo después descubrió que ella le estaba siendo infiel con el médico que la atendió durante su convalecencia. Puso el caso en manos de un abogado, que exige a la mujer un millón y medio de dólares por el riñón.
Al margen de lo que diluciden los tribunales de justicia, la situación, en términos generales, no es insólita. Si Quevedo escribió que “quien recibe lo que no merece pocas veces lo agradece”, no debió de ser porque lo viera una única vez. El donante es alguien con cierta capacidad para el altruismo, cuestión esta que no siempre se da en el caso de los receptores.
Hay personas que no sólo no serán capaces de dar jamás ni una gota de sangre, salvo que sea para un familiar muy cercano, no digamos ya si trata de otros órganos, sino que en el caso de verse en la necesidad, quisieran poder seleccionar a los donantes, aunque es lógico suponer que estas personas aceptan de inmediato lo que sea. Sin ninguna intención de agradecerlo, como es lógico. Sé de quién, en trance de recibir médula ósea, para curarse la leucemia, dijo a un tercero, en presencia de quien iba a ser donante, y refiriéndose a él: es que no hay otro.
El donante, a pesar de semejante menosprecio, le dio la médula, a cambio de nada, por supuesto. Y ahora viven los dos, uno con la satisfacción de haber obrado como debía y el otro con la carga de su ingratitud, de la cual a lo mejor ni siquiera es consciente.
Y es que ésa es otra. Resulta frecuente entre quienes reciben favores que piensen que sus benefactores tienen la obligación de actuar del modo en que lo hacen. Ni siquiera se paran a pensar en lo que harían ellos si la situación fuera a la inversa.
En el caso concreto de la receptora del riñón de Richard Batista, concurre otra frecuente circunstancia. Resulta más difícil valorar las cosas que se tienen que las que faltan. Ella tenía tan seguro al marido que hasta le había dado un riñón. Lo excitante estaba por otro lado. He aquí la flaqueza de carácter, la imposibilidad de actuar racionalmente. La ingratitud que descalifica.
Al margen de lo que diluciden los tribunales de justicia, la situación, en términos generales, no es insólita. Si Quevedo escribió que “quien recibe lo que no merece pocas veces lo agradece”, no debió de ser porque lo viera una única vez. El donante es alguien con cierta capacidad para el altruismo, cuestión esta que no siempre se da en el caso de los receptores.
Hay personas que no sólo no serán capaces de dar jamás ni una gota de sangre, salvo que sea para un familiar muy cercano, no digamos ya si trata de otros órganos, sino que en el caso de verse en la necesidad, quisieran poder seleccionar a los donantes, aunque es lógico suponer que estas personas aceptan de inmediato lo que sea. Sin ninguna intención de agradecerlo, como es lógico. Sé de quién, en trance de recibir médula ósea, para curarse la leucemia, dijo a un tercero, en presencia de quien iba a ser donante, y refiriéndose a él: es que no hay otro.
El donante, a pesar de semejante menosprecio, le dio la médula, a cambio de nada, por supuesto. Y ahora viven los dos, uno con la satisfacción de haber obrado como debía y el otro con la carga de su ingratitud, de la cual a lo mejor ni siquiera es consciente.
Y es que ésa es otra. Resulta frecuente entre quienes reciben favores que piensen que sus benefactores tienen la obligación de actuar del modo en que lo hacen. Ni siquiera se paran a pensar en lo que harían ellos si la situación fuera a la inversa.
En el caso concreto de la receptora del riñón de Richard Batista, concurre otra frecuente circunstancia. Resulta más difícil valorar las cosas que se tienen que las que faltan. Ella tenía tan seguro al marido que hasta le había dado un riñón. Lo excitante estaba por otro lado. He aquí la flaqueza de carácter, la imposibilidad de actuar racionalmente. La ingratitud que descalifica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario