Tiene
mucha razón la canciller alemana al pedir una mayor integración de
los países miembros en la Unión Europea. Una de las cosas buenas de
la crisis es que ha puesto al descubierto esta necesidad.
Ya
se podía imaginar antes, pero la gente prefiere cerrar los ojos
cuando todo parece ir bien, que es lo mismo que se hace cuando se
tiene un sueño agradable y no se quiere que se acabe. Pero los
sueños se acaban y luego hay que ver las cosas como son. Y la
realidad es que la Unión Europea, tal y como están las cosas ahora,
no puede seguir. La otra cara de la moneda es que la Unión Europea
es irreversible. Si se deshiciera, las consecuencias serían fatales
para todas y cada una de las naciones que la componen. Angela Merkel,
pues, va a favor de las fuerzas históricas, de forma moderada
incluso. Sin embargo, hay otras fuerzas retrógradas, que son los
nacionalismos, que van a hacer lo posible y lo imposible para impedir
que logre sus propósitos.
Junto
a estas fuerzas retrógradas es posible que se alineen también todos
esos que cada vez que ocurre una catástrofe hacen todo lo que pueden
para magnificarla. Les gusta que la gente se sienta desgraciada y a
merced de fuerzas contra las que no puede luchar.
Las
voces sensatas, que proponen soluciones, frente a tanto caos,
encuentran grandes dificultades para hacerse escuchar.
Pero
lo que nos jugamos es mucho. El estado del bienestar, o lo que queda
de él, puede irse al garete en menos de lo que canta un gallo. Pero
algunos prefieren defender los himnos, las banderas, las lenguas,
antes que la salud, la educación o la dignidad.
El
egoísmo humano, que tan caro nos resulta a todos, encuentra sus
cauces naturales de expresión en los nacionalismos. Ahora los hay
hasta de izquierdas.
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