Si
un jubilado medio se ve en la necesidad de gastar 430 euros mira y
remira el objeto que ha de comprar, para no errar el tiro, puesto que
no hay bala en recámara. Muchos jubilados, con su paga han de
atender a hijos y nietos. Algunos han de pagar la hipoteca de sus
hijos para que no los desahucien a los dos.
Y
de pronto el gobierno decide quedarse con esos 430 euros. El
jubilado, en principio, se siente satisfecho. La patria lo necesita.
O sea, los españoles. Puede envolverse con mantas, en lugar de poner
la calefacción; puede disminuir las dosis de carne y pescado de su
dieta; puede prescindir de la cerveza, del vino y hasta del café;
puede dejar de tomar los medicamentos que necesita; si muere a
consecuencia de todo ello considerará que lo ha hecho por la patria.
Pero
abre un periódico, que tampoco puede comprar, y se entera de que los
diputados nacionales y autonómicos hablan por el móvil a su costa.
Que muchos dirigentes políticos tienen coche oficial con chófer y
que algunos de ellos lo utilizan para llevar a los niños al colegio
o para hacer la compra. Que las elecciones catalanas, adelantadas
caprichosa y tontamente, han costado cerca de 40 millones de euros.
Que las televisiones, cuya utilidad no se advierte por ningún lado,
pierden grandes cantidades de dinero.
Y
que los demás partidos políticos y los sindicatos han protestado la
medida, pero ninguno ha renunciado a sus privilegios, prebendas, ni
subvenciones. Y el jubilado piensa que algo que ya sabía, que unas
cosas son más necesarias que otras, cobra una nueva dimensión: para
quienes manejan el dinero de los contribuyentes el bienestar de los
políticos y de los sindicalistas es fundamental. El jubilado
comprende entonces que si muere por no poder comprar comida, o
medicamentos o calefacción, no será por la patria, sino por una
parte de ella.
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