Así se explica Josef Fritzl, el monstruo austriaco cuyos crímenes no es necesario reseñar. Los canallas siempre piensan que se les tiene que dar las gracias, porque aún pueden hacer más daño del que hacen. Esta parece ser una ley que se cumple de un modo tan inexorable como la de la gravedad.
Juan Pablo II, en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” manifestaba que los horrendos crímenes nazis le producían mucho miedo; pero por quienes temía era por los verdugos. Pero para sentir ese terror no hace falta haber conocido a los nazis. Alrededor de cada cual pululan personas cuya crueldad es equiparable a la de los más horrendos criminales. Basta con poner a alguien indefenso –hay que recalcar esta condición, aun a riesgo de caer en la redundancia- a merced de la canalla, para que ésta muestre toda su brutalidad. Se ensañan en su crueldad hasta los límites en que las circunstancias les otorgan impunidad, a partir de los cuales la justicia no tendría más remedio que intervenir. En cuanto presienten que su maldad les puede reportar algún castigo, reculan.
En su libro “Un trastorno propio de este país”, Ken Kalfus retrata la crueldad cotidiana, que no tiene nada que envidiar a la de los terroristas islámicos. Y basta con hojear la prensa para encontrar de vez en cuando la noticia de que unas turbas enloquecidas han intentado linchar a alguien. Son gentes que aprovechan cualquier ocasión para dar rienda suelta a su odio. Al mismo tiempo que, con lo pueden, linchan a alguien, se engañan a sí mismos puesto que al compararse con la víctima, objeto de su odio, se creen buenos.
Acostumbrados como estamos a tanta crueldad, a tanta malicia, a tanta saña, ya ni nos percatamos. Si la gente no fuera tan acomodaticia, si hubiera una mayor rebeldía frente al mal, la fechoría de este fulano no podría haber pasado inadvertida durante tanto tiempo.
Juan Pablo II, en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” manifestaba que los horrendos crímenes nazis le producían mucho miedo; pero por quienes temía era por los verdugos. Pero para sentir ese terror no hace falta haber conocido a los nazis. Alrededor de cada cual pululan personas cuya crueldad es equiparable a la de los más horrendos criminales. Basta con poner a alguien indefenso –hay que recalcar esta condición, aun a riesgo de caer en la redundancia- a merced de la canalla, para que ésta muestre toda su brutalidad. Se ensañan en su crueldad hasta los límites en que las circunstancias les otorgan impunidad, a partir de los cuales la justicia no tendría más remedio que intervenir. En cuanto presienten que su maldad les puede reportar algún castigo, reculan.
En su libro “Un trastorno propio de este país”, Ken Kalfus retrata la crueldad cotidiana, que no tiene nada que envidiar a la de los terroristas islámicos. Y basta con hojear la prensa para encontrar de vez en cuando la noticia de que unas turbas enloquecidas han intentado linchar a alguien. Son gentes que aprovechan cualquier ocasión para dar rienda suelta a su odio. Al mismo tiempo que, con lo pueden, linchan a alguien, se engañan a sí mismos puesto que al compararse con la víctima, objeto de su odio, se creen buenos.
Acostumbrados como estamos a tanta crueldad, a tanta malicia, a tanta saña, ya ni nos percatamos. Si la gente no fuera tan acomodaticia, si hubiera una mayor rebeldía frente al mal, la fechoría de este fulano no podría haber pasado inadvertida durante tanto tiempo.
1 comentario:
"Los canallas siempre piensan que se les tiene que dar las gracias,"
exacto! es lo mismo que pensé al leer estas declaraciones...
después quiero escribir algo al respecto (incluso tengo una foto para ello) y te cito!
un abrazo y gracias por dedicarle un post al tema!
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