En otros tiempos, cuando los tipos de interés subían, quienes tenían imposiciones a plazo fijo, cada vez que había una subida del tipo de interés, iban a sus bancos a exigir que se les repercutiese en sus ahorros. No tenían en cuenta que esas subidas que ellos reclamaban y conseguían se trasladaban también a quienes tenían créditos. Luego, comenzaron a bajar los tipos, y los impositores, como es de suponer, no iban a pedir que se los bajaran, tenían que ser los bancos quienes los convocaran. Cuando la bajada fue muy importante, estos inversores quedaron algo confusos, puesto que estaban acostumbrados a grandes rentabilidades. Fue cuando se pasaron muchos de ellos a los fondos de inversión. Entonces, iban con frecuencia a los bancos, a comprobar cuánto habían subido sus fondos y salían llenos de satisfacción. De pronto, la bolsa cayó y la gente corrió a vender los fondos, sin dar ocasión a los gestores a que recuperasen lo perdido.
Es decir, el dinero es cobarde, es egoísta y es cómodo. Quien lo posee o gestiona busca la máxima rentabilidad, en el menor plazo y del modo más seguro. Cuando no hay seguridad o rentabilidad se esconde o se escapa, caiga quien caiga. Y acaso sea eso lo que ocurre ahora. Nadie se fía de nadie, ni tampoco se preocupa por todas esas personas que están perdiendo todo y no sólo sus posesiones sino también las posibilidades de recuperarse alguna vez.
Habría que tomar algunas medidas que devolviesen la calma, en la medida de lo posible, a la gente, no sólo a los mercados. Lo que ocurre es que quienes deberían tomar esas medidas observan la situación desde un lugar tan elevado que saben que cuando comiencen a sentir la humedad en la suela de sus zapatos, la mayor parte de la humanidad se habrá ahogado ya. Es por eso que toman medidas paliativas, que no convencen a nadie. Sería necesario un gesto más contundente, como el de reducir drásticamente los gastos estatales y hacer cambios profundos en la Administración Pública. Quizá con eso la gente viera que se tomaban las cosas en serio.
Es decir, el dinero es cobarde, es egoísta y es cómodo. Quien lo posee o gestiona busca la máxima rentabilidad, en el menor plazo y del modo más seguro. Cuando no hay seguridad o rentabilidad se esconde o se escapa, caiga quien caiga. Y acaso sea eso lo que ocurre ahora. Nadie se fía de nadie, ni tampoco se preocupa por todas esas personas que están perdiendo todo y no sólo sus posesiones sino también las posibilidades de recuperarse alguna vez.
Habría que tomar algunas medidas que devolviesen la calma, en la medida de lo posible, a la gente, no sólo a los mercados. Lo que ocurre es que quienes deberían tomar esas medidas observan la situación desde un lugar tan elevado que saben que cuando comiencen a sentir la humedad en la suela de sus zapatos, la mayor parte de la humanidad se habrá ahogado ya. Es por eso que toman medidas paliativas, que no convencen a nadie. Sería necesario un gesto más contundente, como el de reducir drásticamente los gastos estatales y hacer cambios profundos en la Administración Pública. Quizá con eso la gente viera que se tomaban las cosas en serio.
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