Fue Felipe González el primero en
participar en los debates parlamentarios como si fueran mítines.
Contaba con un partido muy disciplinado y obediente, lo cual no era
el caso de Adolfo Suárez, al que traicionaron casi todos.
El Parlamento debería ser el lugar en el
que trataran de convencerse unos a otros sobre la bondad de las
respectivas propuestas, pero la configuración del sistema español
permite que se utilice de forma espuria. Eso no ocurriría si
triunfase la propuesta llamada diputado de distrito. Debería
triunfar, porque el estado actual de las cosas ha permitido, quizá
sin remedio por algún tiempo, que el hemiciclo se convierta en una
gallera en la que unos despabilados, el coletas, el Rufián (a éste
hay que llamarlo por su apellido), etc., en lugar de hacer propuestas
y explicarlas, traten de provocar, con un estilo que cualquier
macarra podría hacer suyo.
Por lo menos, Felipe González guardaba
las formas y daba apariencia de discurso a lo que decía, aunque el
noventa por ciento fuera espuma. Tenía el arte de decir con cien
palabras lo que se podía decir con diez. Mi amigo Enrique Arias
Vega, al contrario que yo, tiene una buena opinión de Felipe
González, aunque no llega, ni mucho menos, a la risible de Luis
María Anson.
Algunos parlamentarios cuyos partidos, al
menos, tienen vocación democrática, saben torear a estos gallitos
que hacen de la provocación su forma de vida, recordando al personal
que en política todo absurdo es posible, pero hay otros, quizá
menos capacitados, que pueden caer en la trampa y responder a ella. En estos casos el que gana es el trol.
Algunos dirán que el pueblo español
tiene lo que se merece. Ha votado masivamente a partidos que no
deberían ser legales, porque sus políticas siempre serán nocivas
para los ciudadanos, pero quienes diseñaron el sistema debieron
tener presentes las pulsiones autodestructivas, de las que ninguna
nación está exenta.
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