Teóricamente, los políticos son servidores públicos. En la práctica, y dada la configuración del sistema político español, se comportan como dictadores. Hacen lo que quieren con el dinero de los impuestos, no lo que conviene a los ciudadanos.
Así, por ejemplo, los políticos valencianos se sacaron de la manga, y por arte de birlibirloque, la Academia Valenciana de la Lengua, cuyos académicos son los mejor pagados del mundo. Y ese dinero con que se les paga, que supone un buen bocado cada año, sale de los impuestos de los valencianos. Nadie la había pedido, aunque es posible que lo hiciera Jordi Pujol. José María Aznar necesitaba sus votos.
Se ha reunido Rafael Blasco con la bien pagada presidenta de la citada Academia, y tal vez para justificar que siga existiendo a pesar de que Aznar ya no necesita los votos de Pujol, ha dicho que es no es un derecho sino un deber que todos los diputados valencianos conozcan la lengua básica de la Comunidad.
Hacen lo que quieren y dicen lo que se les ocurre. Naturalmente que Rafael Blasco puede obligar a todos los diputados valencianos a estudiar valenciano, aunque sus votantes no se lo exijan. Manda él, no los votantes. Le basta con insinuar que al diputado que no lo estudie no irá en las listas, por muy querido que sea por los votantes.
El propio Blasco presume de demócrata, porque después de hablar con la citada presidenta, lo hará también con los de otras instituciones que tampoco revisten ningún interés para los ciudadanos, sino que simplemente sirven para dar cargo y sueldo a una serie de personajes.
Lo democrático sería utilizar el dinero de los impuestos para hacer cosas que repercutan en beneficio de quienes los pagan, no de unos pocos.
Las lenguas, por otra parte, son instrumentos para la comunicación humana, no para la dominación.